miércoles, 8 de octubre de 2014

La peste, Albert Camus (fragmento)


La palabra "peste" acababa de ser pronunciada por primera vez. En este
punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana
se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del
doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que
la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto,
son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve
uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como
guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre
desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban
nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por
esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la
inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen:
"Esto no puede durar, es demasiado estúpido." Y sin duda una guerra es
evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La
estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara
siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran
como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo,
eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la
medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal,
es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal
sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas
en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros
conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser
modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para
ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles.
Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones.
¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los
desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre
mientras haya plagas.

Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux delante de su
amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes acababa
de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal
para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea
de lo que es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su
ciudad que no había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él
ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud.

Procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta
enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la
treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado
cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de
muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es
un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando
le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través
de la historia, no son más que humo en la imaginación. El doctor
recordaba la peste de Constantinopla que según Procopio había hecho
diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco veces el
público de un gran cine. Esto es lo que hay que hacer. Reunir a las
gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y
hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además habría que
poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento
anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además
¿quién conoce diez mil caras? Por lo demás, esas gentes como
Procopio no sabían contar; es cosa sabida. En Cantón hace setenta
años cuarenta mil ratas murieron de la peste antes de que la plaga se
interesase por los habitantes. Pero en 1871 no hubo manera de contar
las ratas. Se hizo un cálculo aproximado, con probabilidades de error. Y
sin embargo, si una rata tiene treinta centímetros de largo, cuarenta mil
ratas puestas una detrás de otra harían...

Pero el doctor se impacientaba. Era preciso no abandonarse a estas
cosas. Unos cuantos casos no hacen una epidemia, bastaría tomar
precauciones. Había que atenerse a lo que se sabía, el entorpecimiento,
la postración, los ojos enrojecidos, la boca sucia, los dolores de cabeza,
los bubones, la sed terrible, el delirio, las manchas en el cuerpo, el
desgarramiento interior y al final de todo eso... Al final de todo eso, una
frase le venía a la cabeza, una frase con la que terminaba en su manual
la enumeración de los síntomas. "El pulso se hace filiforme y la muerte
acaece por cualquier movimiento insignificante." Sí, al final de todo esto
se estaba como pendiente de un hilo y las tres cuartas partes de la
gente, tal era la cifra exacta, eran lo bastante impacientes para hacer
ese movimiento que las precipitaba.

El doctor seguía mirando por la ventana. De un lado del cristal el fresco
cielo de la primavera y del otro lado la palabra que todavía resonaba en
la habitación: la peste. La palabra no contenía sólo lo que la ciencia
quería poner en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias
que no concordaban con esta ciudad amarilla y gris, moderadamente
animada a aquella hora, más zumbadora que ruidosa; feliz, en suma, si
es posible que algo sea feliz y apagado. Una tranquilidad tan pacífica y tan indiferente negaba casi sin esfuerzo las antiguas imágenes de la
plaga. Atenas apestada y abandonada por los pájaros, las ciudades
chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de Marsella
apilando en los hoyos los cuerpos que caían, la construcción en
Provenza del gran muro que debía detener el viento furioso de la peste.
Jaffa y sus odiosos mendigos, los lechos húmedos y podridos pegados a
la tierra removida del hospital de Constantinopla, los enfermos sacados
con ganchos, el carnaval de los médicos enmascarados durante la
Peste negra, las cópulas de los vivos en los cementerios de Milán, las
carretas de muertos en el Londres aterrado, y las noches y días
henchidos por todas partes del grito interminable de los hombres. No,
todo esto no era todavía suficientemente fuerte para matar la paz de ese
día. Del otro lado del cristal el timbre de un tranvía invisible resonaba de
pronto y refutaba en un segundo la crueldad del dolor. Sólo el mar, al
final del mortecino marco de las casas, atestiguaba todo lo que hay de
inquietante y sin posible reposo en el mundo. Y el doctor Rieux que
miraba el golfo pensaba en aquellas piras, de que habla Lucrecio, que
los atenienses heridos por la enfermedad levantaban delante del mar.
Llevaban durante la noche a los muertos pero faltaba sitio y los vivos
luchaban a golpes con las antorchas para depositar en las piras a los
que les habían sido queridos, sosteniendo batallas sangrientas antes de
abandonar los cadáveres. Se podía imaginar las hogueras enrojecidas
ante el agua tranquila y sombría, los combates de antorchas en medio
de la noche crepitante de centellas y de espesos vapores ponzoñosos
subiendo hacia el cielo expectante. Se podía temer...

Pero este vértigo no se sostenía ante la razón. Era cierto que la palabra
"peste" había sido pronunciada, era cierto que en aquel mismo minuto la
plaga sacudía y arrojaba por tierra a una o dos víctimas. Pero, ¡y qué!,
podía detenerse. Lo que había que hacer era reconocer claramente lo
que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras inútiles y tomar las
medidas convenientes. En seguida la peste se detendría, porque la
peste o no se la imagina o se la imagina falsamente. Si se detuviese, y
esto era lo más probable, todo iría bien. En el caso contrario se sabía lo
que era y, si no había medio de arreglarse para vencerla primero, se la

vencería después.

El doctor abrió la ventana y el ruido de la ciudad se agigantó de pronto.
De un taller vecino subía el silbido breve e insistente de una sierra
mecánica. Rieux espantó todas estas ideas. Allí estaba lo cierto, en el
trabajo de todos los días. El resto estaba pendiente de hilos y
movimientos insignificantes, no había que detenerse en ello. Lo esencial
era hacer bien su oficio.

Idilio, de José Asunción Silva. LA ORQUESTACIÓN MODERNISTA 04-25-24

 Idilio   - Ella lo idolatró y Él la adoraba...  - ¿Se casaron al fin?  - No. señor. Ella se casó con otro.  - ¿Y murió de sufrir?  - No, se...