lunes, 10 de noviembre de 2014

Jorge Eliécer Pardo y la estética del horror

En noviembre del 2014 la oportunidad de asistir en Paris a la publicación del libro 'Los velos de la memoria' de Jorge Eliécer Pardo, son 32 cuentos y 45 fotografías que relatan los episodios más escabrosos de la violencia en Colombia desde 1538 hasta nuestros días. Personajes como la cacica Gaitana, el pacificador Morillo, Galán, Gaitán, el general Uribe Uribe, la guerrilla, los paramilatares, los huérfanos de la guerra, los desaparecidos, las madres de Soacha, los indígenas; son algunos de los personajes que rondan las 197 páginas del libro.

La guerra de los Mil días, la masacre de las bananeras, las guerras entre liberales y conservadores, los falsos positivos, las masacres de Ovejas, Sucre; Turbo, Antioquia; El salado, Bolívar, Machuca, Antioquia; Bojayá, Chocó; Tacueyó, Cauca; Mapiripán, Meta; Apartadó, Antioquía; Bahía Portete, Guajira; los actos violentos de Sonsón, Antioquia; Soacha, Cundinamarca, Ocaña, Santander y otros lugares, como los que dieron origen al escritor: El Líbano, Ibagué, Mariquita y Honda, Tolima; son los escenarios que conforman una geografía de la guerra, donde los cuerpos y las partes de las víctimas nos hablan; las cabezas cercenadas, las manos amputadas  toman voz nos cuentan los últimos momentos de sus vidas, a veces nos dicen a quién pertenecían, a veces son solo pedazos desperdigados y anónimos viajando por los ríos, restos sepultos o insepultos, amontonados o pegados unos encima de otros. Un cuadro comparable con el Guernica de Picasso.

En esta obra Jorge  Eliécer Pardo, valiéndose de una prosa limpia y poética, construye una estética del horror en la cual nos vemos reflejados. 

A lo largo del libro uno se cuestiona  ¿porqué en Colombia hemos guardado tanto silencio? ¿hasta dónde cada uno de los colombianos hemos sido cómplices de ésta catástrofe humana? El libro de Jorge Eliécer es confrontativo y devastador, en el sentido de que le da voz a las propias víctimas y su dolor retumba en nuestras cabezas y en nuestros corazones.

Lorena Escorcia. 

http://www.espanol.rfi.fr/cultura/20141106-jorge-eliecer-pardo-revelar-el-rostro-de-la-historia

miércoles, 8 de octubre de 2014

La peste, Albert Camus (fragmento)


La palabra "peste" acababa de ser pronunciada por primera vez. En este
punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana
se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del
doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que
la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto,
son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve
uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como
guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre
desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban
nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por
esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la
inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen:
"Esto no puede durar, es demasiado estúpido." Y sin duda una guerra es
evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La
estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara
siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran
como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo,
eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la
medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal,
es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal
sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas
en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros
conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser
modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para
ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles.
Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones.
¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los
desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre
mientras haya plagas.

Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux delante de su
amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes acababa
de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal
para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea
de lo que es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su
ciudad que no había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él
ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud.

Procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta
enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la
treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado
cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de
muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es
un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando
le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través
de la historia, no son más que humo en la imaginación. El doctor
recordaba la peste de Constantinopla que según Procopio había hecho
diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco veces el
público de un gran cine. Esto es lo que hay que hacer. Reunir a las
gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y
hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además habría que
poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento
anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además
¿quién conoce diez mil caras? Por lo demás, esas gentes como
Procopio no sabían contar; es cosa sabida. En Cantón hace setenta
años cuarenta mil ratas murieron de la peste antes de que la plaga se
interesase por los habitantes. Pero en 1871 no hubo manera de contar
las ratas. Se hizo un cálculo aproximado, con probabilidades de error. Y
sin embargo, si una rata tiene treinta centímetros de largo, cuarenta mil
ratas puestas una detrás de otra harían...

Pero el doctor se impacientaba. Era preciso no abandonarse a estas
cosas. Unos cuantos casos no hacen una epidemia, bastaría tomar
precauciones. Había que atenerse a lo que se sabía, el entorpecimiento,
la postración, los ojos enrojecidos, la boca sucia, los dolores de cabeza,
los bubones, la sed terrible, el delirio, las manchas en el cuerpo, el
desgarramiento interior y al final de todo eso... Al final de todo eso, una
frase le venía a la cabeza, una frase con la que terminaba en su manual
la enumeración de los síntomas. "El pulso se hace filiforme y la muerte
acaece por cualquier movimiento insignificante." Sí, al final de todo esto
se estaba como pendiente de un hilo y las tres cuartas partes de la
gente, tal era la cifra exacta, eran lo bastante impacientes para hacer
ese movimiento que las precipitaba.

El doctor seguía mirando por la ventana. De un lado del cristal el fresco
cielo de la primavera y del otro lado la palabra que todavía resonaba en
la habitación: la peste. La palabra no contenía sólo lo que la ciencia
quería poner en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias
que no concordaban con esta ciudad amarilla y gris, moderadamente
animada a aquella hora, más zumbadora que ruidosa; feliz, en suma, si
es posible que algo sea feliz y apagado. Una tranquilidad tan pacífica y tan indiferente negaba casi sin esfuerzo las antiguas imágenes de la
plaga. Atenas apestada y abandonada por los pájaros, las ciudades
chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de Marsella
apilando en los hoyos los cuerpos que caían, la construcción en
Provenza del gran muro que debía detener el viento furioso de la peste.
Jaffa y sus odiosos mendigos, los lechos húmedos y podridos pegados a
la tierra removida del hospital de Constantinopla, los enfermos sacados
con ganchos, el carnaval de los médicos enmascarados durante la
Peste negra, las cópulas de los vivos en los cementerios de Milán, las
carretas de muertos en el Londres aterrado, y las noches y días
henchidos por todas partes del grito interminable de los hombres. No,
todo esto no era todavía suficientemente fuerte para matar la paz de ese
día. Del otro lado del cristal el timbre de un tranvía invisible resonaba de
pronto y refutaba en un segundo la crueldad del dolor. Sólo el mar, al
final del mortecino marco de las casas, atestiguaba todo lo que hay de
inquietante y sin posible reposo en el mundo. Y el doctor Rieux que
miraba el golfo pensaba en aquellas piras, de que habla Lucrecio, que
los atenienses heridos por la enfermedad levantaban delante del mar.
Llevaban durante la noche a los muertos pero faltaba sitio y los vivos
luchaban a golpes con las antorchas para depositar en las piras a los
que les habían sido queridos, sosteniendo batallas sangrientas antes de
abandonar los cadáveres. Se podía imaginar las hogueras enrojecidas
ante el agua tranquila y sombría, los combates de antorchas en medio
de la noche crepitante de centellas y de espesos vapores ponzoñosos
subiendo hacia el cielo expectante. Se podía temer...

Pero este vértigo no se sostenía ante la razón. Era cierto que la palabra
"peste" había sido pronunciada, era cierto que en aquel mismo minuto la
plaga sacudía y arrojaba por tierra a una o dos víctimas. Pero, ¡y qué!,
podía detenerse. Lo que había que hacer era reconocer claramente lo
que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras inútiles y tomar las
medidas convenientes. En seguida la peste se detendría, porque la
peste o no se la imagina o se la imagina falsamente. Si se detuviese, y
esto era lo más probable, todo iría bien. En el caso contrario se sabía lo
que era y, si no había medio de arreglarse para vencerla primero, se la

vencería después.

El doctor abrió la ventana y el ruido de la ciudad se agigantó de pronto.
De un taller vecino subía el silbido breve e insistente de una sierra
mecánica. Rieux espantó todas estas ideas. Allí estaba lo cierto, en el
trabajo de todos los días. El resto estaba pendiente de hilos y
movimientos insignificantes, no había que detenerse en ello. Lo esencial
era hacer bien su oficio.

domingo, 20 de julio de 2014

Entre la antigua y la nueva palabra, nuestros mundos


Escrito por Hugo Jamioy Juagibioy. 

Oralitor. Pertence al pueblo indígena Camuent¨sá Cabëng Camëntsá Biyá (Hombres de aquí con pensamiento y lengua propia) ubicado en Bëngbe Uàman Tabanoc (Nuestro Sagrado Lugar de Origen), Valle de Sibundoy, Putumayo.


Cada cultura
mira el sol a su manera
le inventa un nombre, una música, 
una danza, 
a su manera.


En una asamblea del pueblo Camënt¨sá en la que participaron taitas, abuelas y abuelos sabedores, profesionales indígenas y comunidad en general a la que pertenezco, se presentó la reflexión en torno a quién es analfabeto. Como si estuviéramos preparados para una única respuesta, todos respondimos que es aquel que no sabe leer y escribir, y acorde a la actualidad global que nos lleva por un solo camino, agregamos que quien no sabe hablar inglés y no maneja un computador e internet también es analfabeto.

Después de un largo silencio en el que todo parecía claro y concluido, se escuchó una voz firme en el idioma antiguo de nuestro pueblo, que si mal no recuerdo simplemente decía:

...y los que no saben leer la naturaleza, los que no saben leer el mensaje del viento, los que no saben leer la luna para la siembra y la cosecha, los que no saben leer las nubes, los que no saben leer el canto de los pájaros que anuncian visita, que anuncian la vida y la muerte, los que no saben leer el agua, los que no saben lo que yo sé, lo que mi abuelo me enseñó, ¿entonces ellos qué son?

Solo faltó eso, la fuerza del espíritu de la palabra para revivir el saber guardado en la humilde mirada de nuestras abuelas y abuelos y desenredar su lengua: durante el resto del tiempo que duró la reunión, brotaron como flores las palabras multicolores que hablan de los tejidos, que hablan de los rostros en las tallas de madera, que hablan de nuestro territorio y los nombres de sus caminos, sus aguas y los sitios sagrados, que hablan del arcoiris y las lluvias; fue mágico ese momento y aún hoy siento que ando embriagado por el fermento de esas voces.

En nuestra niñez, recuerdo, veíamos en los tejidos figuras geométricas, siempre acompañadas de la palabra de nuestros abuelos; fuimos preparados para entender el mundo a través de los símbolos que hablan de la vida.

Nos decían mientras aprendíamos el bello arte del tejido:

...este símbolo es sagrado, representa a shinÿe, el dador de la luz en el tiempo, debes llevarlo siempre contigo, será luz en tu camino...

...este símbolo se llama juashkón, es de aquello que nos da la vuelta, es la madre de la fertilidad de la luna...

...este dibujo se llama mëtët¨sén, es el símbolo de la fuerza espiritual, es el guía en la fiesta del reencuentro y el perdón, él es un misterio, por eso solo en el bëtsknaté nos visita...

Así transcurrió nuestra infancia, envueltos por las mantas que tejió la abuelita Carmela, amarrados con los cinturones tejidos por la mamita Pastora, cubiertos con las palabras de los abuelos y abuelas que hablan con los símbolos de la vida.

Allí, pienso, aprendí sobre las formas propias de nuestra escritura camënt¨sá, aprendí a leer la naturaleza a través de los símbolos, aprendí que allí está guardado nuestro t¨sabe juabna, buen pensamiento/pensamiento maduro/pensamiento mayor.

Desde la antigua palabra, nuestros Taitas están diciendo:

T¨sabe juabna endétsa-ián t¨sabe soiám jo kochajuán y t¨sabe soiên jenangmian. Chiek t¨sabe juabn tse bojanÿán endetsa-ián bêng-be luar tkojêbtsa-chêng-êntskuán, t¨sabá jêbtse benachán, t¨sabájêbtsó-tjêmbambaiám.

T¨sabe juabn es la fuerza del espíritu que crece/vive en el corazón y se demuestra en el comportamiento, por eso cuidar el t¨sabe juabn significa que mientras pasamos por el mundo debemos cuidar el tejido entre pensamiento, sentimiento y comportamiento. (Taita Miguel Chindoy).

También nos están diciendo:

...këm luar ëndetsëmn jabuatmanám...
...este mundo está hecho para conocerlo...

Nuestros padres repiten siempre:

...los caminos están hechos, solo hay que recorrerlos...

Con el paso del tiempo he aprendido que:

...no todos los lugares son tuyos / pero cada uno de ellos guarda algo para ti...

Estas formas propias de leer y escribir a través de nuestros símbolos me han permitido entender el mundo inventado por mis antepasados. Ahora sigo caminando y siento que no ando solo, me acompañan los símbolos de la vida.

Tsebatsana Mama es la palabra inventada por nuestros abuelos para referirse a la Madre Responsable / Madre Tierra: en ella habitan un sinnúmero de pueblos indígenas y en su lengua materna han inventado una palabra para designarla desde su propia cosmovisión. Son otros mundos escondidos en los recónditos lugares de nuestra bella Colombia y en ellos existen otras formas de leer y escribir.

En la inmensa Sierra Nevada de Santa Marta viven nuestros hermanos mayores, los IkU o Wíntukwa, apodados arhuacos; entre ellos he aprendido sobre sus propias formas de escribir el pensamiento. Las mujeres, por ejemplo, elaboran el tutu, que traduce ¨pensamiento de mujer¨, el tutu es lo que en español llaman ¨mochila arhuaca¨; en ella la mujer IkU escribe su pensamiento, su sentimiento diario. Según la Ley de Origen, las mujeres desde muy niñas aprenden la técnica del tejido y la simbología de los dibujos que elaboran en el tutu. Es la manera de leer y escribir sobre su vida. 

En las tardes cuando cae el sol, mientras hila la lana de oveja y en sus manos sostiene unos tutus con dibujos tradicionales, la abuela María nos está diciendo: 

...Este dibujo se llama Garwa y representa al guía espiritual de los caminos; 

...Este se llama kUn zachi y representa las hojas de plantas sagradas, es un símbolo dedicado a la naturaleza: 

...Este se llama mákUrU y representa el vuelo de las aves, es un símbolo de equilibrio...

Al recorrer los caminos que ya están hechos, he tenido la inmensa fortuna de sentarme junto a ellas, las mujeres tejedoras de pensamiento, y aprender a leer algunos símbolos, que también en su cosmovisión hablan de la vida. Al igual que las wati (tía o mujer IkU), el teti (hombre IkU) escribe su pensamiento con el polvo de las conchas del mar y aju (hoja de la planta sagrada de coca) en el yorubo (poporo); me han llevado por caminos donde las piedras guardan símbolos que cuentan acerca del origen del hombre, de la misión que cada cultura tiene en su paso por la Gran Madre Tierra. Al leer el territorio, me dicen que en la Sierra Nevada de Santa Marta existe la Línea Negra, una línea espiritual que se conecta a través de sitios sagrados, cada sitio sagrado tiene un nombre en lengua IkU y tiene una función/misión; el sitio sagrado de danta, el sitio sagrado de guara, el sitio sagrado de culebra, de pava, de personas, del sol, de la lluvia, de todo lo sagrado. En cada uno de ellos hay que hacer pagamento, es decir, el tributo a la ofrenda para que el padre guardián mantenga con vida los seres que habitan espiritualmente el sitio sagrado y nunca nos falten esos seres vitales. 

Estas formas de leer y escribir el pensamiento propio me han hecho pensar que debo fortalecer cada día mi propia forma de escritura; además, pienso que debo investigar sobre mi propia cultura, acudir a nuestras biblias hablantes, abuelas, abuelos, taitas, mamos, jaibanás, payés, sinchis, y escuchar sobre lo que nosotros somos, ellos guardan silenciosos la clave para leer nuestros mundos. 

Entre los emberá, la pintura corporal es una forma de escritura de su propio pensamiento, en el cual se evidencia la palabra antigua en permanente diálogo entre hombre y naturaleza. Las mujeres usan dibujos que hablan de su estado natural, a través de los cuales, al interior de su cultura, identifican si es soltera o si es casada; las madres elaboran dibujos en el cuerpo del  niño para defenderlos de los malos espíritus que rondan el territorio; para las fiestas o ceremonias tradicionales del pueblo emberá los miembros de la comunidad pintan sus cuerpos con tintura de jagua y achote teniendo en cuenta los mitos que ellos han heredado a través de la palabra antigua. 

Aún sigo aprendiendo a medida que recorro caminos, y cada destino me deslumbra con sus formas particulares de leer y escribir a través de los símbolos plasmados en las manillas, en las mantas, en las hamacas, en los canastos, en las mochilas, en las tallas en madera, en el cuerpo, en el territorio, en la palabra hablada y dibujada. 

En la memoria guardo esa asamblea como algo mágico y la recuerdo en cada paso que ando, teniendo siempre presente que cada pueblo indígena es otro mundo, que la bella Colombia está habitada por muchos mundos, 86 mundos que necesitan seguir viviendo, mundos que están nuestras manos, en nuestras palabras, en la nueva palabra alimentada de la palabra antigua; pienso en 86 formas diferentes de leer y escribir. 

Pienso en los elementos comunes de los pueblos indígenas que determinan nuestra esencia, entre ellos, lo más importantes son el territorio y la lengua. La práctica permanente de la tradición oral de manera espontánea en espacios en los cuales la palabra antigua se hace presente, es la expresión más valiosa que determina la vida del mundo indígena. El territorio se entiende a traves de la lengua y el espíritu de la lengua tiene vida a través de las cosas que existen en él. 

Los taitas están diciendo: cad té botaman jonojuaboyán / cada día bonito hay que pensar / cada día hay que refrescar el pensamiento. El  refrescamiento de la memoria es una tarea permanente, como permanente es el diálogo entre generaciones, ancianos, adultos, jóvenes y niños; todos, sentados junto al fogón, cultivando en la tierra, caminando los sitios sagrados, tejiendo la lana, tallando la madera, moldeando el barro, viviendo tomados de la mano de los abuelos, de la antigua palabra. Sin ella seríamos huérfanos, buscando refugio en los lugares que desconocemos. 

Una lengua muerta es un pensamiento muerto, es un espacio de oscuridad, es dejar el alma muda. Cada lengua es una forma diferente de pensar, de amar, es la que te avisa del peligro y de la paz, la que te apacigua, la te levanta, la que te asusta, la que te duerme, la que te quema, la que te acusa, la que te sentencia, la que te describe, la que te dice, la que te perfora y la que te mata. Esa riqueza no la podemos perder, debemos mantenerla e impulsarla. No podemos seguir atando las lenguas indígenas en las cuevas, ni podemos seguir mordiéndonos la lengua y callar. 
Tienen que brotar como brotan las flores.



Texto completo extraído del libro: LEER para comprender, ESCRIBIR para tranformar: palabras que abren nuevos caminos en la escuela 
--1a. ed.--Bogotá : 
Ministerio de Educación Nacional, 2013. p. (Serio Río de Letras. Libros maestros PNLE:1), p.95-101.


jueves, 19 de junio de 2014

Tic tac tic tac…


El reloj marca los segundos… tic tac tic tac. Mi corazón está latiendo… tic tac tic tac. El motivo: un libro…tic tac tic tac… y la primera vez que iré a España. Tic tac tic tac…

El libro se llama Tic tac tic tac… lo publica la Escuela de Escritores de Madrid, contiene relatos de estudiantes de narrativa, historias de todo lo largo y ancho del mundo hispano escritas por hombres y mujeres con el desafío de re-aprender a escribir en español en un mundo con pretensiones políglotas.

Dura tarea la de los profesores de escritura. Para enseñarnos de nuevo dónde van las comas, las tildes y volver a los recorderis de gramática como en la primaria y el bachillerato. Escribir es la función más difícil de un idioma y para hacerlo bien se necesita leer, inspirarse, lanzarse; hacer ejercicios de memoria, amor y odio por uno mismo. También de la ayuda de terceros, uno primordial: el lector...sin lector no hay relato, un profesor que nos corrija y nos guíe y como si todo eso no bastara, se necesita también un crítico.

Compro libros y al abrir uno nuevo se me olvida todo el recorrido que ha hecho para llegar a mis manos. Cuando era niña pensaba que los libros habían sido puestos allí por las hadas o los gnomos que había dentro de ellos.  Ja Ja Ja ríe la bruja mala. Detrás de cada libro hay el trabajo de montones de manos y como diría mi abuela: ‘¡sí que se han quemado las pestañas en eso!’. Solo gracias a la lectura de un tercero, la relectura, la corrección y la re-escritura, se llega al libro.  El valor de un libro es incalculable. Por más que internet nos regale todas las librerías electrónicas del mundo leer un libro sigue siendo un absoluto placer y somos muchos los que todavía estamos dispuestos a pagar por ello.

Es la segunda vez que asisto este año a la lectura conmigo misma, de uno de mis textos publicado en hojas de papel y tinta. Me da placer la idea de encontrarme con ese olor…el de las fibras vegetales de la celulosa, del humo, los metales, la sal y los pedazos de pulpo y calamar: el olor del libro.

Hoy en mi blog quería dar las gracias a la Escuela de Escritores, por darnos la posibilidad de publicar. A través de ella conocí a Raquel Míguez, quien es el segundo motivo de mi visita a Madrid. Estoy ansiosa por entrar a la librería del Dragón lector  a comprar su nuevo libro: El verano que desaparecieron los Trogloditas. Ya leí Una bruja está borrando la ciudad , de la misma autora y me lo devoré en treinta minutos. Leer a Raquel Míguez es una delicia, como ella misma dice. También lo será para mi hijo, al que le leemos una historia cada noche y aunque hasta ahora tiene diecinueve meses, entiende todo: se asusta cuando los personajes están en situaciones difíciles, aplaude cuando salen de ellas y repite todas las onomatopeyas ¡Qué preciosos momentos nos da la lectura de los libros!

Palabras, palabras, palabras, capaces de armar todas las guerras y  firmar todas la paces. Estoy muy emocionada de conocer Madrid  ¡Madrid, Madrid, qué bien tu nombre suena! y qué mejor motivo que las palabras para visitarte. Me pasearé por la Castellana, por donde Pablo se llevó una tarde a Lulú a dar una vueltecita en su automóvil, nos lo contó Almudena Grandes. Por allí nos veremos 'bebiéndole los vientos al Retiro y al oro del crepúsculo en Rosales', como diría el poeta Luis Lopez Anglada.

El reloj hace Tic tac tic tac…late mi corazón. Porque voy a un viaje literario por Madrid, a  saborear más de lo que siempre nos une: las palabras, y esta vez las palabras en Español, nuestro gran idioma. Potente, interminable, inmenso como el océano entre las dos orillas de Iberoamérica.

Lorena Escorcia Hernández

domingo, 1 de junio de 2014

Surfista



Pez atado
Suicida horizontal 
de la espuma


Un océano 
inunda el vacío
 en su boca

Lo.





jueves, 29 de mayo de 2014

Evasión

El sol baja por
el umbral de la tarde
La noche nace

Ella no sabe
como se acerca 
la ensoñación

El vórtice de
sus ojos oscuros
eclosiona

Sueño regado,
descubrimiento,
nave que huye

Lo.




viernes, 23 de mayo de 2014

Un chat entre Chéjov, Conan Doyle y Céline



CÉLINE: Después de leer algunos de sus cuentos he llegado a la conclusión de que no debería cambiar su actividad de médico por la de escritor.

CONAN DOYLE: Yo tampoco lo veo a usted como un artista Chéjov. Si todavía le queda alguna pasión por la medicina dedíquese a ella y no a ficciones que solo le darán dolores de cabeza. Mire lo que me pasó a mí con ese Sherlock…

CHÉJOV: Es cierto que una obra como la Dama del perrito goza de gran insignificancia literaria al lado de una saga como la de Sherlock o una novela tan espantosamente conmovedora como El viaje al final de la noche de Céline.  

CONAN DOYLE: Puede que sus creaciones sean triviales pero tiene la fortuna, Chéjov, de que ellas no lo atormentan tanto como a mí las mías.  Lo que empezó como el sueño de publicar terminó convirtiéndose en una pesadilla, no veo la hora de deshacerme de ese personaje que yo mismo he convertido en un ser absolutamente despreciable.

CÉLINE: Me recuerdan ustedes que los hombres son miserables e incapaces de valerse por sí mismos. ¿Ni siquiera pueden controlar sus propias obras? ¿Dejan que esos personajes los aten y los convirtan en sus esclavos?

CONAN DOYLE: Céline, usted se parece al Dr. Watson cuando regresó de Afganistán. Estaba decepcionado de todo, embargado por un profundo pesimismo, experimentando  síntomas de depresión y angustia que usted manifiesta. Por eso tuve que conseguirle un gran amigo que lo sacara de sí mismo y ese fue Sherlock Holmes.

CÉLINE: ¡A la mierda con Sherlock Holmes! Esas aventuras que usted escribe Dr. Conan Doyle no pasan de historietas divertidas para muchachos. Le aconsejo que le de a sus obras una mayor profundidad y hable de la guerra. En la cual, tengo entendido, usted también ha prestado sus servicios como médico. La guerra es cien veces más ficticia que la realidad. ¿No le parece?

CHÉJOV: Quizá sea muy difícil combinar la profesión de escritor con la de médico, el proverbio sobre las dos liebres ‘el que sigue dos liebres, tal vez cace una, y muchas veces, ninguna’ nunca le quitó el sueño a nadie como a mí.

SCHOPENHAUER HA ENTRADO A LA SALA DE CHAT

SHOPENHAUER: Ustedes tres podrían escribir un nuevo capítulo de ‘La Miseria de la Literatura’

CONAN DOYLE HA SALIDO DE LA SALA
CHÉJOV ABANDONÓ EL CHAT
CÉLINE SALIÓ DEL GRUPO
SCHOPENHAUER HA SUPRIMIDO EL GRUPO

Lorena Escorcia. 

 

lunes, 28 de abril de 2014

Sherlock Holmes, la semiología médica y la cocaína


Sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes,  médico y escritor, nació en Edimburgo en  1859. En una entrevista, el doctor Sir Conan Doyle dijo:

‘…yo tenía un profesor en la escuela de medicina de Edimburgo, el Dr. Joseph Bell, que veía a los pacientes con ojos de detective. Dificilmente el Dr. Bell dejaba a sus pacientes abrir la boca, pero diagnosticaba, deducía la nacionalidad, ocupación y otras cosas de la vida del enfermo, usando solo su extraordinaria capacidad de observación...’ 

La semiología médica no fue la única fuente de inspiración para el Dr Conan Doyle; también lo fueron los viajes: en su tercer año de medicina se embarcó como cirujano en un ballenero destino al Círculo Polar Ártico, luego escribiría una historia de aventuras: ‘El capitán de la Estrella Polar’. Posteriormente trabajaría como médico en un barco de vapor: ‘El Mayumba’ que hacía viajes entre Liverpool y África.

El Dr. Conan Doyle pasó varios años debatiéndose entre prosperar como médico  y ganar reconocimiento como escritor, hasta que en  1887 publicó ‘Estudio en Escarlata’ donde apareció Sherlock Holmes, el detective más famoso de todos los tiempos y gracias al cual se popularizó la literatura de misterio.

Quienes hayan leído alguna de los sesenta historias que escribió Sir Conan Doyle sobre las aventuras de Sherlock o hayan visto cualquiera de las cientos de adaptaciones que se han hecho para el cine o la televisión, no habrán escapado del carácter extravagante y petulante de Sherlock, capaz de sacar todos sus casos adelante a pesar de su enorme carga de trabajo. En la época en que Sir Conan Doyle escribió sus novelas, la cocaína y la heroína eran de uso legal. El mismo Watson, nos cuenta lo que vio  y pensó del comportamiento de Holmes y los consejos que se atrevió a darle respecto al uso de las drogas:  

Sherlock Holmes cogió la botella del ángulo de la repisa de la chimenea, y su jeringuilla hipodérmica de su pulcro estuche de tafilete. Insertó con sus dedos largos, blancos y nerviosos, la delicada aguja, y se remangó la manga izquierda de la camisa. Por un instante sus ojos se posaron pensativos en el musculoso antebrazo y en la muñeca, cubiertos ambos de puntitos y marcas de los innumerables pinchazos. Finalmente, hundió en la carne la punta afilada, presionó hacia abajo el delicado émbolo y se dejó caer hacia atrás, hundiéndose en el sillón forrado de terciopelo y exhalando un profundo suspiro de satisfacción.

Durante muchos meses había presenciado esa operación tres veces al día; pero la costumbre no había llegado a conseguir que mi alma se adaptara. Por el contrario, cada día que pasaba me sentía más irritado ante ese espectáculo, y todas las noches sentía sublevarse mi conciencia al pensar que me había faltado valor para protestar. Una y otra vez me había yo prometido que le diría todo lo que pensaba al respecto; pero había algo en las maneras frías y despreocupadas de mi compañero que lo hacían el último de los hombres con quien uno siente deseos de tomarse algo parecido a una libertad. Su gran energía, sus maneras dominadoras y la experiencia que yo había tenido de sus muchas y extraordinarias cualidades, me restaban confianza y me hacían reacio a llevarle la contraria.

Sin embargo, ya fuese efecto del Beaune que yo había tomado en la comida, o la irritación adicional que me producía el proceder de extrema de liberación con que Holmes actuó, el hecho es que aquella tarde tuve la súbita sensación de que no podía contenerme por más tiempo, y le pregunté:

—¿Qué ha sido hoy: morfina o cocaína?
Levantó sus ojos con la languidez del viejo libro de caracteres góticos que había abierto.
—Cocaína —dijo—. Una solución al siete por ciento. ¿Le gustaría probarla?
—De ninguna manera —contesté con brusquedad—. Mi constitución física no ha superado aún  por completo la campaña del Afganistán. No puedo permitirme el someterla a ninguna tensión anormal.
Holmes sonrió ante mi vehemencia.
—Quizá tenga usted razón, Watson —dijo—. Me imagino que su influencia es físicamente mala.  Sin embargo, encuentro que estimula y aclara la mente de una forma tan trascendental, que sus efectos secundarios me resultan pasajeros.
—¡Reflexione usted! —le dije con viveza—. ¡Calcule el coste resultante! Quizá su mente se  estimule y se excite, según usted asegura; pero es mediante un proceso patológico y morboso, que provoca cambios en los tejidos y que pudiera dejar al cabo de un tiempo una debilidad permanente.
Sabe usted, además, qué funesta reacción se produce cuando finalizan sus efectos. Le aseguro que es un coste demasiado caro. ¿Para qué correr el riesgo, por un simple placer pasajero, de perder esas grandes facultades de que usted se halla dotado? Tenga presente que no le hablo tan sólo como amigo, sino como médico a una persona de cuyo estado físico es, hasta cierto grado, responsable. 
No pareció ofenderse. Al contrario, juntó las puntas de ambas manos, apoyó los codos en los brazos del sillón, como quien siente deseos de conversar, y dijo:
—Mi mente se subleva ante el estancamiento. Proporcióneme usted problemas, proporcióneme trabajo, deme los más abstrusos criptogramas o los más intrincados análisis, y entonces me encontraré en mi ambiente. Podré prescindir de estimulantes artificiales. Pero odio la aburrida monotonía de la existencia. Deseo fervientemente la exaltación mental. Ahí tiene por qué he elegido esta profesión a que me dedico, o, mejor dicho, por qué razón la he creado, puesto que soy el único en el mundo que la practica.

El signo de los cuatro (fragmento)
Sir Arthur Conan Doyle, 1890

Uno de estos días volveré a hablar de médicos escritores. Quizá de otro médico que se dedicó al arte de narrar: El Dr. Watson. O el mismo Dr Conan Doyle, que embestido y apabullado por el insoportable carácter de Holmes tuvo que matarlo, aunque luego lo revivió a petición del público.

Lorena Escorcia Hernández.

viernes, 18 de abril de 2014

De cómo un pintor pasó a la eternidad



A Gabo,


I don't want to achieve immortality through my work; I want to achieve immortality through not dying. -Woody Allen, Without Feathers




Ya había hecho dos intentos de suicidio: el primero saltando de la cama, clavándose en el suelo de cabeza, delirando con un pozo de agua, el segundo tendiéndose en la terraza del hospital, desnudo y con los ojos fijos en el sol ardiente. Ese jueves santo, cuando el enfermero entró en la habitación para darle el almuerzo: caldo de pollo con cilantro, tostadas y pastillas, encontró la cánula de oxígeno sin el paciente insolado sobre el lecho. Presumieron otra excentricidad de la demencia o que se había olvidado del camino al regresar del baño; lo cierto es que no estaba ni en la terraza ni debajo de la cama y ya había pasado el medio día desde que el desahuciado se diera a la  fuga en pijama y bicicleta. 

Le había tomado ochenta años elegir una muerte por asfixia. Nunca tuvo la más mínima intención de renunciar al vicio: doping, estimulante, relajante, inspiración, sueño, vigilia, amigo o soledad. Tenía un pacto matrimonial, fiel y resignado con el cigarrillo.

Una ambulancia  y dos patrullas de policía que perseguían al octogenario lo interceptaron en la ciclo-ruta. Al verlo caído sobre las hojas amarillas, resoplando con un halo índigo alrededor de la boca, lo reanimaron. Sintió la subluxación de la mandíbula, el tubo que le pasaba por la tráquea, el aire que no le entraba a los pulmones. Con la mirada fija en el cielo azul y un dolor más allá de la consciencia, le gritó al corazón que por favor parara y el corazón paró. Lo cual le extendió la vida por otros treinta minutos en los que le insertaron energía con paletas eléctricas. En eso estaban cuando un agujero de color ocre rojo se extendió desde el centro de su cuerpo. En los últimos segundos de su vida los paramédicos vieron el cuerpo desaparecer en la hojarasca, convertido en hormigas oscuras, rojas, rápidas; algunas llevando pétalos, otras un pedacito de carne o hueso, otras un trozo de tela, siguiendo un camino sin fin...y mariposas amarillas volando por montones repartidas hacia todas las dimensiones del tiempo.

Vinieron la prensa, la familia, los amigos, las mujeres, los hijos, los alumnos, los admiradores, los mecenas... 

No hay ningún cuerpo, declararon los del hospital.

Luego de la desaparición, la policía lo siguió buscando convencida de que los paramédicos habían sufrido un episodio de esquizofrenia colectiva. Lo cierto es que quienes lo reanimaron quedaron salpicados de sienas y amarillos, de ocre natural y tostado. Pasó una eternidad antes de que pudieran quitarse ese color de la piel, a pesar de baños termales y sulfúricos.

Se lo tragaron las hojas, dijeron con la cara pintada. 

Era que el pintor se había transmutado en los colores. 

Lorena Escorcia

jueves, 10 de abril de 2014

La pitonisa de San Mittre


Cuando cae la noche el ejido de San Mittre se vacía, se vuelve profundo, semejante a un gran agujero negro. Al fondo, sólo se vislumbra el resplandor agonizante de la hoguera de los gitanos y los ojos de Arianne, que va y viene en el balancín, siguiendo con su mirada a quienes pasan, esperando a que alguno se siente a su lado y le pida que le cuente el futuro.   
Gustave no se resiste a esos ojos y no les teme. Al final de la jornada, luego de apilar la madera a lo largo de la muralla de fondo,se lava las manos en la fuente, las seca con un trapo empolvado, se sienta junto a Arianne, en el balancín.
—¿Quiere que le lea la mano, Señor? —pregunta Arianne a Gustave.
—¿Porqué, usted es pitonisa, o algo así?
—No. Señor. Soy solo una gitana, leo las cartas, el tarot. Veo el pasado y el futuro en la palma de la mano. ¿Está interesado en mi servicio?
—No tanto en su servicio como en sus ojos. —Contesta Gustave y le extiende la mano, con la palma abierta hacia el cielo. Arianne se levanta del balancín y hace correr un viento de abril. Él se cae de espaldas y se moja los pantalones en un charco de lluvia primaveral.
—Disculpe. Me vuelvo torpe cuando estoy nervioso —dice.
Arianne le toma ambas manos por el dorso, se queda varios segundos en silencio, con la mirada absorta en cada línea.
—En su mano izquierda veo su pasado —dice Arianne—. Usted hacía muebles para Joséphine, en una vida pasada, claro está. Por eso es imposible que lo recuerde, como tampoco recordará que  luego se convirtió en huesos; huesos acarreados en volquetas que vieron pasar las gentes de Plassants, huesos que no fueron arrancados del cementerio sobre el que hoy estamos parados. Los niños han hurgado en su calavera.
—¿Dice usted que estamos parados sobre un cementerio?
—Si. ¿No lo sabía? Pero eso no importa, de todas maneras es imposible que lo recuerde. Es imposible recordar cuando uno está enterrado. No en lo superficial, sino enterrado de verdad, profundamente en las raíces de los árboles más altos. Concentrémonos mejor en lo que esto significa...
—¿Es que pueden tener algún significado, todas las estupideces que está diciendo? —Interrumpe Gustave.
—¿Porqué no creer que es así? Significa que su vida siempre le ha pertenecido al ejido y a él debe volver. Pero sigamos con el presente -lo único importante, para algunos-. Usted es carpintero y durante años tuvo su taller en Bougival, luego vino la guerra franco-prusiana, usted ha combatido. Por partir a la guerra abandonó su negocio y una mujer. Cuando regresó ella estaba con otro. Lo siento mucho. Aunque quizá no fue ella la que lo hizo abandonar su vida en Bougival sino otra cosa. ¿Quería hacer una gran fortuna y no pudo en el primer intento? No sea ingenuo, señor. No sea ingenuo. Eso es lo que dice su mano izquierda. —Y al terminar esa frase se quedó viéndolo a los ojos, esperando otra pregunta o un gesto de adrenalina, unas pupilas que se abren o se cierran, un suspiro, o un ligero movimiento de la mano.
—Increíble. Lo del presente es medio cierto. Lo del pasado, usted dice que no puedo recordarlo. Gustave se queda pensativo. No recuerda haber abandonado a ninguna mujer durante la guerra. —Pero continúe por favor, hábleme del futuro. ¿Esto me costará mucho?
—No, solo diez francos, por el pasado que ya vi en su mano izquierda, y otros veinte por el futuro que veré en su mano derecha.
—Está bien. —Le pasa la mano derecha.
—En esta mano veo que encontrará el amor y que nunca tendrá la fortuna a la cual aspira. Usted no será jamás un hombre rico, aunque estoy frente a un hombre generoso y sé que saldrá de las dificultades… hasta cierto punto, mire: ¿ve que la línea de la vida se corta, cuando es interceptada por el amor? El destino le jugará una mala pasada, quizá en relación con su trabajo. Ya sé. Lo veo claramente. Usted no tiene mano. Su mano derecha ya no está, desaparece. ¡Ya sé! Perderá su mano derecha en el aserradero. Llegados a este punto de la lectura, debe saber que siempre existen caminos, maneras de escapar a la fatalidad del destino. ¿Quiere que le muestre las opciones que tiene?
—¡Si, por favor! Tenga la gentileza de mostrarme mis opciones.
—Esa gentileza le costará otros veinte francos.
—¡Hágalo! —Y saca todas las monedas del bolsillo.  —¡Tome!—. Y le  da cincuenta francos completos.
—Usted tiene dos opciones, la primera es irse de aquí, y conservará su mano pero nunca encontrará el amor. La segunda es quedarse y encontrará el amor. Pero perderá la mano.
—Ya sabía que había algo en usted que me gustaba, desde que la vi quería escuchar su voz, y no me arrepiento de haberme acercado, de haber visto así fuera un solo atardecer de Plassants en su compañía —contesta Gustave, sudando frío—. Da placer que sus manos suaves contengan las mías, como pájaros entre pájaros. Que sus ojos puedan leer mi vida. Desde hace tiempo tengo pensado quedarme en el ejido. Yo a usted, la he visto todas las tardes, sentada en este balancín, y quería pedirle si fuera posible intercambiar más que palabras, visiones y monedas, quizá encontrarnos de nuevo…
—No lo sé. —Arianne corre a sentarse en torno a la hoguera.
Desde esa tarde, cada vez que Gustave corta un trozo de madera, se imagina el momento en el que se amputa la mano con la sierra. Es una imagen recurrente. Los días pasan y varias cuadrillas de hombres feroces merodean el ejido.  Una mañana Arianne viene al aserradero. Se para en la puerta su silueta oscura, de aura solar.
—¿Qué quiere? —le preguntó Gustave enojado—. Era tarde y estaba cansado de trabajar.
—Que me preste atención.
—No quiero que me hable del futuro. Además no tengo ni un franco en el bolsillo. —El rostro se le enrojeció. Arianne corre, se esconde trás de la puerta. Gustave no ha terminado de segar un tronco. Se concentra en el corte. Un grupo de hombres gritando entra al aserradero, tiran con violencia las tablas apiladas contra el muro, el mismo segundo que Gustave pasa el corazón del árbol por los dientes de la sierra. Pasa también la piel, el músculo y el hueso. Mano, sangre, y madera fueron a parar al piso. Los hombres salieron tan rápido como habían entrado. Un grito de dolor y Arianne buscando la mano de Gustave.
Con la cicatrización llega el entendimiento. Una tarde Gustave busca a Arianne, camina hasta el balancín:
—¿Qué quiere? —pregunta Arianne.
—Una mano por una mano. Abandone a su familia de gitanos y venga a vivir conmigo en el depósito de madera.
Arianne acepta.
Gustave ahora es carretero de arrabal. Trae y lleva enormes vigas, de diez a quince metros, desde el ejido hasta el pueblo. Arianne se sienta todas las tardes en el balancín del ejido de San Mittre.
¡Vayan a verla! Pregunten por El Manco y La Pitonisa. 

Lorena Escorcia Hernández.

La  historia es mi adaptación del ejido de San Mittre,  un lugar descrito por Émile Zola en La fortune des Rougon.

Idilio, de José Asunción Silva. LA ORQUESTACIÓN MODERNISTA 04-25-24

 Idilio   - Ella lo idolatró y Él la adoraba...  - ¿Se casaron al fin?  - No. señor. Ella se casó con otro.  - ¿Y murió de sufrir?  - No, se...