lunes, 28 de abril de 2014

Sherlock Holmes, la semiología médica y la cocaína


Sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes,  médico y escritor, nació en Edimburgo en  1859. En una entrevista, el doctor Sir Conan Doyle dijo:

‘…yo tenía un profesor en la escuela de medicina de Edimburgo, el Dr. Joseph Bell, que veía a los pacientes con ojos de detective. Dificilmente el Dr. Bell dejaba a sus pacientes abrir la boca, pero diagnosticaba, deducía la nacionalidad, ocupación y otras cosas de la vida del enfermo, usando solo su extraordinaria capacidad de observación...’ 

La semiología médica no fue la única fuente de inspiración para el Dr Conan Doyle; también lo fueron los viajes: en su tercer año de medicina se embarcó como cirujano en un ballenero destino al Círculo Polar Ártico, luego escribiría una historia de aventuras: ‘El capitán de la Estrella Polar’. Posteriormente trabajaría como médico en un barco de vapor: ‘El Mayumba’ que hacía viajes entre Liverpool y África.

El Dr. Conan Doyle pasó varios años debatiéndose entre prosperar como médico  y ganar reconocimiento como escritor, hasta que en  1887 publicó ‘Estudio en Escarlata’ donde apareció Sherlock Holmes, el detective más famoso de todos los tiempos y gracias al cual se popularizó la literatura de misterio.

Quienes hayan leído alguna de los sesenta historias que escribió Sir Conan Doyle sobre las aventuras de Sherlock o hayan visto cualquiera de las cientos de adaptaciones que se han hecho para el cine o la televisión, no habrán escapado del carácter extravagante y petulante de Sherlock, capaz de sacar todos sus casos adelante a pesar de su enorme carga de trabajo. En la época en que Sir Conan Doyle escribió sus novelas, la cocaína y la heroína eran de uso legal. El mismo Watson, nos cuenta lo que vio  y pensó del comportamiento de Holmes y los consejos que se atrevió a darle respecto al uso de las drogas:  

Sherlock Holmes cogió la botella del ángulo de la repisa de la chimenea, y su jeringuilla hipodérmica de su pulcro estuche de tafilete. Insertó con sus dedos largos, blancos y nerviosos, la delicada aguja, y se remangó la manga izquierda de la camisa. Por un instante sus ojos se posaron pensativos en el musculoso antebrazo y en la muñeca, cubiertos ambos de puntitos y marcas de los innumerables pinchazos. Finalmente, hundió en la carne la punta afilada, presionó hacia abajo el delicado émbolo y se dejó caer hacia atrás, hundiéndose en el sillón forrado de terciopelo y exhalando un profundo suspiro de satisfacción.

Durante muchos meses había presenciado esa operación tres veces al día; pero la costumbre no había llegado a conseguir que mi alma se adaptara. Por el contrario, cada día que pasaba me sentía más irritado ante ese espectáculo, y todas las noches sentía sublevarse mi conciencia al pensar que me había faltado valor para protestar. Una y otra vez me había yo prometido que le diría todo lo que pensaba al respecto; pero había algo en las maneras frías y despreocupadas de mi compañero que lo hacían el último de los hombres con quien uno siente deseos de tomarse algo parecido a una libertad. Su gran energía, sus maneras dominadoras y la experiencia que yo había tenido de sus muchas y extraordinarias cualidades, me restaban confianza y me hacían reacio a llevarle la contraria.

Sin embargo, ya fuese efecto del Beaune que yo había tomado en la comida, o la irritación adicional que me producía el proceder de extrema de liberación con que Holmes actuó, el hecho es que aquella tarde tuve la súbita sensación de que no podía contenerme por más tiempo, y le pregunté:

—¿Qué ha sido hoy: morfina o cocaína?
Levantó sus ojos con la languidez del viejo libro de caracteres góticos que había abierto.
—Cocaína —dijo—. Una solución al siete por ciento. ¿Le gustaría probarla?
—De ninguna manera —contesté con brusquedad—. Mi constitución física no ha superado aún  por completo la campaña del Afganistán. No puedo permitirme el someterla a ninguna tensión anormal.
Holmes sonrió ante mi vehemencia.
—Quizá tenga usted razón, Watson —dijo—. Me imagino que su influencia es físicamente mala.  Sin embargo, encuentro que estimula y aclara la mente de una forma tan trascendental, que sus efectos secundarios me resultan pasajeros.
—¡Reflexione usted! —le dije con viveza—. ¡Calcule el coste resultante! Quizá su mente se  estimule y se excite, según usted asegura; pero es mediante un proceso patológico y morboso, que provoca cambios en los tejidos y que pudiera dejar al cabo de un tiempo una debilidad permanente.
Sabe usted, además, qué funesta reacción se produce cuando finalizan sus efectos. Le aseguro que es un coste demasiado caro. ¿Para qué correr el riesgo, por un simple placer pasajero, de perder esas grandes facultades de que usted se halla dotado? Tenga presente que no le hablo tan sólo como amigo, sino como médico a una persona de cuyo estado físico es, hasta cierto grado, responsable. 
No pareció ofenderse. Al contrario, juntó las puntas de ambas manos, apoyó los codos en los brazos del sillón, como quien siente deseos de conversar, y dijo:
—Mi mente se subleva ante el estancamiento. Proporcióneme usted problemas, proporcióneme trabajo, deme los más abstrusos criptogramas o los más intrincados análisis, y entonces me encontraré en mi ambiente. Podré prescindir de estimulantes artificiales. Pero odio la aburrida monotonía de la existencia. Deseo fervientemente la exaltación mental. Ahí tiene por qué he elegido esta profesión a que me dedico, o, mejor dicho, por qué razón la he creado, puesto que soy el único en el mundo que la practica.

El signo de los cuatro (fragmento)
Sir Arthur Conan Doyle, 1890

Uno de estos días volveré a hablar de médicos escritores. Quizá de otro médico que se dedicó al arte de narrar: El Dr. Watson. O el mismo Dr Conan Doyle, que embestido y apabullado por el insoportable carácter de Holmes tuvo que matarlo, aunque luego lo revivió a petición del público.

Lorena Escorcia Hernández.

viernes, 18 de abril de 2014

De cómo un pintor pasó a la eternidad



A Gabo,


I don't want to achieve immortality through my work; I want to achieve immortality through not dying. -Woody Allen, Without Feathers




Ya había hecho dos intentos de suicidio: el primero saltando de la cama, clavándose en el suelo de cabeza, delirando con un pozo de agua, el segundo tendiéndose en la terraza del hospital, desnudo y con los ojos fijos en el sol ardiente. Ese jueves santo, cuando el enfermero entró en la habitación para darle el almuerzo: caldo de pollo con cilantro, tostadas y pastillas, encontró la cánula de oxígeno sin el paciente insolado sobre el lecho. Presumieron otra excentricidad de la demencia o que se había olvidado del camino al regresar del baño; lo cierto es que no estaba ni en la terraza ni debajo de la cama y ya había pasado el medio día desde que el desahuciado se diera a la  fuga en pijama y bicicleta. 

Le había tomado ochenta años elegir una muerte por asfixia. Nunca tuvo la más mínima intención de renunciar al vicio: doping, estimulante, relajante, inspiración, sueño, vigilia, amigo o soledad. Tenía un pacto matrimonial, fiel y resignado con el cigarrillo.

Una ambulancia  y dos patrullas de policía que perseguían al octogenario lo interceptaron en la ciclo-ruta. Al verlo caído sobre las hojas amarillas, resoplando con un halo índigo alrededor de la boca, lo reanimaron. Sintió la subluxación de la mandíbula, el tubo que le pasaba por la tráquea, el aire que no le entraba a los pulmones. Con la mirada fija en el cielo azul y un dolor más allá de la consciencia, le gritó al corazón que por favor parara y el corazón paró. Lo cual le extendió la vida por otros treinta minutos en los que le insertaron energía con paletas eléctricas. En eso estaban cuando un agujero de color ocre rojo se extendió desde el centro de su cuerpo. En los últimos segundos de su vida los paramédicos vieron el cuerpo desaparecer en la hojarasca, convertido en hormigas oscuras, rojas, rápidas; algunas llevando pétalos, otras un pedacito de carne o hueso, otras un trozo de tela, siguiendo un camino sin fin...y mariposas amarillas volando por montones repartidas hacia todas las dimensiones del tiempo.

Vinieron la prensa, la familia, los amigos, las mujeres, los hijos, los alumnos, los admiradores, los mecenas... 

No hay ningún cuerpo, declararon los del hospital.

Luego de la desaparición, la policía lo siguió buscando convencida de que los paramédicos habían sufrido un episodio de esquizofrenia colectiva. Lo cierto es que quienes lo reanimaron quedaron salpicados de sienas y amarillos, de ocre natural y tostado. Pasó una eternidad antes de que pudieran quitarse ese color de la piel, a pesar de baños termales y sulfúricos.

Se lo tragaron las hojas, dijeron con la cara pintada. 

Era que el pintor se había transmutado en los colores. 

Lorena Escorcia

jueves, 10 de abril de 2014

La pitonisa de San Mittre


Cuando cae la noche el ejido de San Mittre se vacía, se vuelve profundo, semejante a un gran agujero negro. Al fondo, sólo se vislumbra el resplandor agonizante de la hoguera de los gitanos y los ojos de Arianne, que va y viene en el balancín, siguiendo con su mirada a quienes pasan, esperando a que alguno se siente a su lado y le pida que le cuente el futuro.   
Gustave no se resiste a esos ojos y no les teme. Al final de la jornada, luego de apilar la madera a lo largo de la muralla de fondo,se lava las manos en la fuente, las seca con un trapo empolvado, se sienta junto a Arianne, en el balancín.
—¿Quiere que le lea la mano, Señor? —pregunta Arianne a Gustave.
—¿Porqué, usted es pitonisa, o algo así?
—No. Señor. Soy solo una gitana, leo las cartas, el tarot. Veo el pasado y el futuro en la palma de la mano. ¿Está interesado en mi servicio?
—No tanto en su servicio como en sus ojos. —Contesta Gustave y le extiende la mano, con la palma abierta hacia el cielo. Arianne se levanta del balancín y hace correr un viento de abril. Él se cae de espaldas y se moja los pantalones en un charco de lluvia primaveral.
—Disculpe. Me vuelvo torpe cuando estoy nervioso —dice.
Arianne le toma ambas manos por el dorso, se queda varios segundos en silencio, con la mirada absorta en cada línea.
—En su mano izquierda veo su pasado —dice Arianne—. Usted hacía muebles para Joséphine, en una vida pasada, claro está. Por eso es imposible que lo recuerde, como tampoco recordará que  luego se convirtió en huesos; huesos acarreados en volquetas que vieron pasar las gentes de Plassants, huesos que no fueron arrancados del cementerio sobre el que hoy estamos parados. Los niños han hurgado en su calavera.
—¿Dice usted que estamos parados sobre un cementerio?
—Si. ¿No lo sabía? Pero eso no importa, de todas maneras es imposible que lo recuerde. Es imposible recordar cuando uno está enterrado. No en lo superficial, sino enterrado de verdad, profundamente en las raíces de los árboles más altos. Concentrémonos mejor en lo que esto significa...
—¿Es que pueden tener algún significado, todas las estupideces que está diciendo? —Interrumpe Gustave.
—¿Porqué no creer que es así? Significa que su vida siempre le ha pertenecido al ejido y a él debe volver. Pero sigamos con el presente -lo único importante, para algunos-. Usted es carpintero y durante años tuvo su taller en Bougival, luego vino la guerra franco-prusiana, usted ha combatido. Por partir a la guerra abandonó su negocio y una mujer. Cuando regresó ella estaba con otro. Lo siento mucho. Aunque quizá no fue ella la que lo hizo abandonar su vida en Bougival sino otra cosa. ¿Quería hacer una gran fortuna y no pudo en el primer intento? No sea ingenuo, señor. No sea ingenuo. Eso es lo que dice su mano izquierda. —Y al terminar esa frase se quedó viéndolo a los ojos, esperando otra pregunta o un gesto de adrenalina, unas pupilas que se abren o se cierran, un suspiro, o un ligero movimiento de la mano.
—Increíble. Lo del presente es medio cierto. Lo del pasado, usted dice que no puedo recordarlo. Gustave se queda pensativo. No recuerda haber abandonado a ninguna mujer durante la guerra. —Pero continúe por favor, hábleme del futuro. ¿Esto me costará mucho?
—No, solo diez francos, por el pasado que ya vi en su mano izquierda, y otros veinte por el futuro que veré en su mano derecha.
—Está bien. —Le pasa la mano derecha.
—En esta mano veo que encontrará el amor y que nunca tendrá la fortuna a la cual aspira. Usted no será jamás un hombre rico, aunque estoy frente a un hombre generoso y sé que saldrá de las dificultades… hasta cierto punto, mire: ¿ve que la línea de la vida se corta, cuando es interceptada por el amor? El destino le jugará una mala pasada, quizá en relación con su trabajo. Ya sé. Lo veo claramente. Usted no tiene mano. Su mano derecha ya no está, desaparece. ¡Ya sé! Perderá su mano derecha en el aserradero. Llegados a este punto de la lectura, debe saber que siempre existen caminos, maneras de escapar a la fatalidad del destino. ¿Quiere que le muestre las opciones que tiene?
—¡Si, por favor! Tenga la gentileza de mostrarme mis opciones.
—Esa gentileza le costará otros veinte francos.
—¡Hágalo! —Y saca todas las monedas del bolsillo.  —¡Tome!—. Y le  da cincuenta francos completos.
—Usted tiene dos opciones, la primera es irse de aquí, y conservará su mano pero nunca encontrará el amor. La segunda es quedarse y encontrará el amor. Pero perderá la mano.
—Ya sabía que había algo en usted que me gustaba, desde que la vi quería escuchar su voz, y no me arrepiento de haberme acercado, de haber visto así fuera un solo atardecer de Plassants en su compañía —contesta Gustave, sudando frío—. Da placer que sus manos suaves contengan las mías, como pájaros entre pájaros. Que sus ojos puedan leer mi vida. Desde hace tiempo tengo pensado quedarme en el ejido. Yo a usted, la he visto todas las tardes, sentada en este balancín, y quería pedirle si fuera posible intercambiar más que palabras, visiones y monedas, quizá encontrarnos de nuevo…
—No lo sé. —Arianne corre a sentarse en torno a la hoguera.
Desde esa tarde, cada vez que Gustave corta un trozo de madera, se imagina el momento en el que se amputa la mano con la sierra. Es una imagen recurrente. Los días pasan y varias cuadrillas de hombres feroces merodean el ejido.  Una mañana Arianne viene al aserradero. Se para en la puerta su silueta oscura, de aura solar.
—¿Qué quiere? —le preguntó Gustave enojado—. Era tarde y estaba cansado de trabajar.
—Que me preste atención.
—No quiero que me hable del futuro. Además no tengo ni un franco en el bolsillo. —El rostro se le enrojeció. Arianne corre, se esconde trás de la puerta. Gustave no ha terminado de segar un tronco. Se concentra en el corte. Un grupo de hombres gritando entra al aserradero, tiran con violencia las tablas apiladas contra el muro, el mismo segundo que Gustave pasa el corazón del árbol por los dientes de la sierra. Pasa también la piel, el músculo y el hueso. Mano, sangre, y madera fueron a parar al piso. Los hombres salieron tan rápido como habían entrado. Un grito de dolor y Arianne buscando la mano de Gustave.
Con la cicatrización llega el entendimiento. Una tarde Gustave busca a Arianne, camina hasta el balancín:
—¿Qué quiere? —pregunta Arianne.
—Una mano por una mano. Abandone a su familia de gitanos y venga a vivir conmigo en el depósito de madera.
Arianne acepta.
Gustave ahora es carretero de arrabal. Trae y lleva enormes vigas, de diez a quince metros, desde el ejido hasta el pueblo. Arianne se sienta todas las tardes en el balancín del ejido de San Mittre.
¡Vayan a verla! Pregunten por El Manco y La Pitonisa. 

Lorena Escorcia Hernández.

La  historia es mi adaptación del ejido de San Mittre,  un lugar descrito por Émile Zola en La fortune des Rougon.

Idilio, de José Asunción Silva. LA ORQUESTACIÓN MODERNISTA 04-25-24

 Idilio   - Ella lo idolatró y Él la adoraba...  - ¿Se casaron al fin?  - No. señor. Ella se casó con otro.  - ¿Y murió de sufrir?  - No, se...