viernes, 20 de marzo de 2015

Breve autobiografía del hombre caimán

 
Mi nombre es Saúl González y fui pescador artesanal. Nací en La Arenosa en el año de 1957, el mismo año en que nació Diomedes Díaz Maestre, el Cacique de La Junta. Yo llegué a Bocas de Ceniza por los ochenta, cuando el cacique grabó Fantasía, un exitaso en toda la costa; ese mismo año nació mi hijo Kaleth, que se ahogó en el río a los diecisiete.

Yo fui de los que empezaron la pesca con cometa en el tajamar de Bocas. Luego de la muerte de Kaleth supe que  la pesca con redes en este punto era peligrosa, ¡el que se caiga no sale vivo! Las corrientes del rio son traicioneras, ¡ya muchos se han ahogado! Luego aparecen flotando sobre los manglares, junto a las botellas de plástico, las latas, las chancletas y los caimanes muertos que el río ha arrastrado desde bien adentro de la ciénaga.

Antes vivíamos en la casa de mi mamá, con Elisenia y los tres niños, todos en una sola pieza. Luego nos mudamos aquí, al tajamar, ¿pero sabe? ya ni en la tierra, ni en el agua, ni en el aire lo dejan a uno vivir. Hace varios años unos empresarios dijeron que la zona era de mucho potencial turístico, que nuestras casas sobre palafitos no entraban en sus planes, que tendríamos que irnos de aquí, que esto era una invasión. Yo solo digo que bajo este cielo saqué adelante a mi familia, tengo el rio, el mar, la brisa, los atardeceres, el calor del sol, el olor de la sal y el sabor del pescado fresco. Por las noches veo las luces de las embarcaciones y la ciudad, que está allá lejos, llena de edificios muy altos donde viven los  ricos, y de inmensas barriadas donde viven los pobres.

Mi mamá no quiso sacar a la Cleo de la casa. Cleo es una amiga de mi mamá que un día llegó con sus maletas, se acomodó en mi habitación y nunca más quiso salirse de ahí. Lo único que hace es tomar el fresco en la baranda todas las tardes y beber jugo de corozo,  ¡hombre lo que es la amistad! Un día se van a morir todos de sed, si es que no se están muriendo ya de los racionamientos de agua ¡y en ese calor!  La vieja me mandó a dormir al cuarto más feo, hasta que un día le dije a mi mamá que si no se iba ella, era yo el que me salía de la casa, con los motetes, la mujer y los niños, y así lo hice. Gracias a Dios que nunca nos faltó el sagrado vallenato. Un acordeón fue lo único que heredé de mi padre, aparte del vicio de enamorar muchachas bonitas y tomar cerveza. Mi padre decía que no nos dejaba muchas cosas materiales, para que no nos peleáramos entre hermanos, éramos diez. Con el acordeón aprendí el repertorio de Diomedes, acompañé serenatas, quinceañeras y hasta entierros, me gané más de un guayabo y una que otra muchacha. Claro que Elisenia no podía enterarse de eso, ¡me hubiera matado! Pobre Elisenia, se quedó sola, todo por culpa de aquel brujo inexperto. El charlatán puso un anuncio en el periódico, diciendo que tenía una pócima que lo convertía a uno en caimán, solo por unas horas, y luego lo volvía otra vez al cuerpo humano. Y le pagué con una buena sarta de pescado a ese viejo endemoniado. Pero yo no sabía el camino por río para volver donde él, y siempre que iba a coger ese camino la corriente me llevaba otra vez al mar. Así que me tocó adaptarme a la vida aquí en la ciénaga, aprender a comer sapo,  esquivar a los pescadores. Por lo menos pude venir a vivir a Bocas, para estar cerca de mi mujer  y de Ómar y Félix, los otros dos hijos que tuvimos. Ellos no saben que vivo en el manglar. Desde aquí, escondido bajo el follaje, puedo verlos. Pobre Elisenia,  se le ve en la cara la tristeza cada vez que se asoma por ahí…

A pesar de haber perdido a mi hijo Kaleth, no me arrepiento de haber traído a mi familia a este lugar que es todo para nosotros, luego de la música, por supuesto. Bajo este cielo saqué adelante a mi familia. Con Elisenia hicimos el esfuerzo de comprar toda la colección de oro de Diomedes, los altoparlantes y un equipito. El viejo Diome es el que nos alegra el rancho. El mar y el rio nos dan el pescado, que aquí abunda en todo tiempo: sardas, meros, caimanes, bagres y gato. Los muchachos no se pueden quejar, mal no les va. Ahora el único que corre peligro soy yo, pero yo sé cómo piensa el pescador y no me voy a dejar matar de un arponazo;  no voy a ser tan pendejo de caer en la carnada de las cometas.

La muerte de Diomedes me tomó por sorpresa, y justo le dio por morirse en Navidad, en lo mejor de la fiesta. Ahora que lo pienso, podría irme hasta Valledupar, el río no está crecido, aunque de aquí a la ciénaga de Zapatosa es cuesta arriba. Hay que llegar hasta el Guatapirí y luego cruzar todo el César, pasando por Plato y El Banco.

Si el Cacique supiera que el hombre-caimán va a correr esa maratón para asistir a su entierro… pa’ mí no hubiese habido honor más grande, no lo hay para ningún acordeonero de la costa, que tocar en el  funeral del Cacique. ¿Cómo será ver de cerca al Poncho Zuleta, al Jorge Oñate, al Peter Manjarrés? ¡Es que ya me imagino el mundo de gente que va a venir! Dicen que hasta el presidente y la Toti. Habrá que ir bien elegante. Si todavía fuera carne humana, Elisenia me limpiaría los zapaticos blancos, me plancharía la guayabera y me alistaría el morral con un buen puntal de pescado salado y patacón de plátano frito, ¡lástima que en esta cabezota plana uno no se pueda poner el sombrero vueltiao! Van a poner el féretro una semana en cámara ardiente, sobre una tarima, en la plaza Alfonso López de Valledupar, al lado del palo de mango. Será un entierro bonito, como El Cacique soñó, con más de cien mil almas desfilándole frente al ataúd. Yo sí tengo la intención de aparecerme por allá. Ojalá me reconozcan y no se asusten, ya estoy ensayando lo que les voy a decir:
Tranquilos, tranquilos… ¡Que yo  no como gente! ¿No ven que soy el hombre-caimán?
Pero luego me acuerdo de que no puedo sacar mi cabeza del agua…
Gracias a Dios todavía estoy vivo. Nunca me imaginé lo bonito que se ve el río con los ojos de un cocodrilo. Tengo los atardeceres, la extensión del Magdalena, toda la ciénaga para nadar y espiar a las muchachas bonitas que se meten al río empelota. ¿Qué más puedo pedir?
¡Hombre, que lástima del Cacique!  Teníamos la misma edad. 

Lorena Escorcia Hernández



martes, 10 de marzo de 2015

Óscar Salas, Ángel.



Gracias a la vida
Que me ha dado tanto
Me dio el corazón
Que agita su marco
Cuando miro el fruto 
Del cerebro humano
Cuando miro el bueno 
Tan lejos del malo…
Cuando miro el fondo 
De tus ojos claros.

Violeta Parra

Estamos al final del verano en Australia, no hay nubes y el cielo está sorprendentemente iluminado de estrellas. Con mi esposo y mi hijo fuimos al cinema al aire libre, llevamos almohadas y cobijas. Cuando terminó la película todo quedó oscuro y solo se escuchaba el ruido de los grillos y las chicharras. Miramos al cielo; sobre nuestra cabeza estaba la cruz del sur, una constelación que habita el hemisferio austral.
Mi esposo recordó que hoy era 8 de marzo, día internacional de la mujer. Yo recordé que hace nueve años, un ocho de marzo, yo estaba en una sala de cirugía, asistiendo a la extracción de órganos de un donante. En ese momento fue muy extraño ver cómo se trataba a un cadáver con la misma delicadeza con la que se trata a un ser humano vivo. Así debe ser, para que los órganos a ser donados no sufran daño alguno. Óscar Salas era un donante de órganos, hasta ese nivel de solidaridad, de empatía y de generosidad había alcanzado su vida.
En la sala de cirugía estaba el equipo médico  organizado y sincrónico. Yo estaba 'de testigo'. Sí, 'de testigo'. Me habían llamado para asistir a la familia de Óscar.
Doctora, ¿usted es familiar del donante? Me preguntó el cirujano.
¿Familiar? No, a él lo conocía, somos…éramos -corregí- éramos paisanos.
El lapsus hizo que me diera cuenta de la dificultad que tenía para aceptar esa muerte. Esa en particular.
El procedimiento empezó y luego de una hora de estar ahí, ellos usando sus diestras manos y yo como una invitada de piedra, alguien se atrevió a romper el hielo que hasta ese momento solo había sido atravesado por el cauterizador.
Era un ‘capucho’. Dijo, con esa falta de sensibilidad que yo odio en mí y en mis colegas, y que caracteriza a los médicos, porque durante la carrera aprendimos a disociarnos, quiero decir, a distanciar gravemente la experiencia física de la emocional.
Yo creo que él no tenía capucha. Me apresuré a decir tratando de encontrar condescendencia en mis interlocutores.
¿Ah no? ¿Y entonces por qué lo mataron? Murmuró alguien más. O quizá alguien lo pensó y yo imaginé que lo había dicho.
En ese momento quise decir que estar encapuchado no era motivo para matar a nadie. Pero me contuve, no era mi papel discutir acerca de eso y menos con mis colegas, que hacen una labor tan noble. Pero yo quise dar la versión que a mí me contaron y con la que me quedé desde ese día:
Lo mataron por ‘mirón’. Estaba detrás de un árbol mirando el tropel y fue cuando le dispararon.
“Él estaba ‘de testigo’, así como yo estoy hoy ‘de testigo”, pensé.
¿Quién? ¿Los ESMAD?
Eso es lo que no se sabe, y es por eso que yo estoy aquí; la familia quiere que se lleve un proceso transparente y se esclarezca la causa de la muerte.
Entonces dejé de prestarle atención al cirujano, al procedimiento, a las voces de afuera, y me enclaustré en una suerte de esquizofrenia que tengo, desde mucho antes de entrar a la facultad de medicina, y que me ha servido de mucho en la vida.
Yo no conocía bien a Óscar, tal vez habíamos cruzado un saludo. Lo había visto varias veces con Miguel en la emisora comunitaria del Líbano-Tolima. Hasta ese momento yo no sabía que Óscar era un poeta, un comunicador, un lingüista, una persona con la que hoy tendría muchas cosas en común. Pensé, en lo raro que era verlo allí, como si su cuerpo inerte estuviera tratando de decirme algo. Su cuerpo desnudo y cubierto por las sábanas recién salidas del autoclave, él tendido sobre la mesa de cirugía e iluminado por los reflectores de la sala. Óscar era un teatrero y eso no se lo quitaron ni matándolo, Óscar era un poeta y ni matándolo le pudieron quitar la poesía. Y bajo las luces fluorescentes del teatro cantaba: ‘Oh no, I’ve said too much. I set it up. That’s me in the corner. That’s me in the spotlight. Losing my religion’.
En el 2006 yo trabajaba como médica en varios hospitales de Bogotá y no tenía tiempo para pensar, ni para mirar las estrellas. En ese momento el hecho pasó a formar parte de esa colección de absurdos de la que a veces se trata la vida.
Hoy la Cruz del Sur me ha hecho pensar en el ángel, el mártir, el hijo sacrificado. ¡Qué paradójica es la guerra! Tengo hermanos que han ido al servicio militar, o que son militares y me pregunto ¿Cuántas veces en Colombia no se habrán cruzado balas, hijos de la misma madre o del mismo padre? Pues infinidad. Me han contestado.  La guerra es fraticida, es su naturaleza. ¿Entonces, porqué no acabarla? ¿A quién le interesa seguir matando a sus hermanos? ¿Quién es el último beneficiario del uso de las armas? ¿Cuál es la diferencia entre alguien que se pone una capucha para tirar piedras y papas-bombas y otros usos de las armas de guerra? ¿Porqué se trata el tropel como si fuera un juego de niños?  ¿La beligerancia de los estudiantes solo sirve para darle una justificación al estado para usar más represión y más armas? 'La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se conocen pero no se masacran', dice Paul Valéry.
Ahora lo tengo un poco más claro, Óscar era un hombre capaz de tomar un micrófono y decir lo que pensaba, tenía el valor de enfrentarse desnudo a la vida, con su propia voz y las palabras que salían de su corazón, de su boca. Es difícil pensar que en su naturaleza estuviera ponerse una capucha. Esa es la versión que me contaron, y la que me gusta creer.
Pero lo único que yo tenía que hacer allí era observar. Y cerciorarme de que no se fuera a dañar la evidencia. Me habían hecho una petición extraña, y yo iba a ser testigo de algo importante.
El acto quirúrgico fue impecable y ágil. Óscar, cuerpo prodigioso que se fue desangrando en el camino al hospital, a donde sus amigos lo llevaron cargado desde la entrada de la carrera treinta hasta el otro lado de la universidad.
Luego siguió la autopsia. No me dejaron entrar, esperé pacientemente en la puerta de  medicina legal hasta que uno de los médicos forenses vino a verme:
Doctora, ¿usted es la amiga de la familia de Óscar?
Sí. –Contesté.
Lo que causó la  muerte a Óscar, el proyectil que tenía en la cabeza, no era una bala sino una canica.
¿Una canica? pregunté. Haber pasado la noche en vela me había quitado la lucidez y no estaba preparada para esa respuesta.
Sí, una canica, una bola de cristal; de las mismas con las que juegan los niños contestó.
Que absurdo era, ¡qué cruel! “De las  mismas con las que juegan los niños.” Como si Óscar fuera uno de esos niños víctimas de la guerra y de la violencia, que por azar había estado en un momento desafortunado en el lugar equivocado.
Hoy que es día de la mujer y diez años después, analizando el hecho con distancia y a Colombia con mucha tierra y mares de por medio, puedo reelaborar esto. Con el coraje que me da el hecho de ser madre y la solidaridad que siento con el dolor de la madre de Óscar, que le dio su nombre de Ángel. Óscar tuvo una lección para cada uno de los que nos cruzamos con él tanto en su vida como en su muerte.  Escribo hoy para recordarlo, en el día de la mujer, y de la madre y de las que parimos éste género humano.

Lorena Escorcia Hernández


Idilio, de José Asunción Silva. LA ORQUESTACIÓN MODERNISTA 04-25-24

 Idilio   - Ella lo idolatró y Él la adoraba...  - ¿Se casaron al fin?  - No. señor. Ella se casó con otro.  - ¿Y murió de sufrir?  - No, se...