jueves, 5 de julio de 2018

A propósito de las ballenas


 
Lulita era flaca y tenía la piel suave como un durazno maduro, cuando le preguntaban cuál era su secreto, respondía que el agua y el jabón. La pura verdad era otra; le daba pavor ducharse con agua fría y se bañaba sólo una vez por semana. Tibiaba agua en el fogón de la estufa, la mezclaba con sales revitalizantes, aceite de almendras, esencia de eucalipto, luego se añadía ella de cuerpo entero a un platón de aluminio lleno de agujeros. Lula no sabía de tinas ni bañeras, sus caminatas eran desfiles; al sol del medio día le salía al paso con un sombrero de ala ancha, una rosa de jamaica robada del jardín de la vecina y unas sandalias de cuero donde metía unos pies inmaculados de uñas rojo sangre toro, con un anillo de plata en el dedo meñique.

Ella era como uno de esos gatos que no saben por qué vinieron a parar a la tierra ni les importa, llevan una vida de dioses perezosos e indiferentes, creyendo que las sombras, los árboles, los sofás, el plato de agua y la comida, han sido puestos ahí por sus súbditos especialmente para ellos. Bella e ingrata, Lula encontraba fácilmente la condescendencia entre aquellos que morían por el placer de verla rezongar y lamerse en los rincones. 

Cuando el aguacero le saboteaba el desfile, llamaba a Elkin, un moto-taxista que nunca le cobraba la carrera. Se las había arreglado para tener a diario un trasporte gratis y privado hasta el restaurante de los Hare Krishna, donde almorzaba hamburguesas de lenteja o garbanzo, no porque fuera vegetariana o budista, sino porque comer allí era la forma más económica de mantener la figura. Aunque Lulita adoraba las reflexiones taoístas, nunca había pensado en seguir religiones y detestaba los animales domésticos.

Lula trabajaba como consejera sentimental en LA MAMAPACHA ‘Mesa de Apoyo a Mujeres con Mesas de Patas Chuecas y sin Hombres para Arreglarlas’. Institución privada y de prestigio, que se encargaba de resolver pormenores de la vida de madres empleadas y solteras; por ejemplo, arreglar una bisagra o un interruptor, pegar la pata de una silla, reparar una plancha o una lavadora, colgar una hamaca, mover una nevera o un armario. Las clientes eran ciertas mujeres, que ya no querían saber nada de hombres, ni siquiera de sus padres o hermanos, o simplemente carecían de ellos, y estaban dispuestas a pagar para que alguien se ocupara de estos menesteres que le quitan tanto tiempo a las ejecutivas. Trabajaban en esta institución otras mujeres, desempleadas y voluntarias, que al final de la visita dejaban una tarjetita con el teléfono de una línea de apoyo en momentos de crisis emocional. Lula enganchaba a estas pobres mujeres en psicoterapias muy caras que duraban años; resolvía depresiones con moxibustión y obsesiones con sofrología, trataba fobias con registros akáshicos. A los adolescentes les aplicaba el método Tomatis; el kundalini y la geometría sagrada los reservaba para la neurosis y la baja autoestima. También leía la mano y el Tarot. Así pasaba la vida, ayudando personas con el solo interés de construir un mundo mejor.

Un medio día en el almuerzo, vio un aviso de prensa pegado en la cartelera de los Hare Krishna. El gobierno hacía un llamado a consejeros experimentados, solteros y flexibles, para trabajar con las víctimas de violencia conyugal en la selva del Chocó, a cambio de un billete de avión para el pacífico colombiano y un contrato de un año con un sueldo jugoso. Lulita pensó que sería una buena oportunidad para hacer las dos cosas que siempre había soñado y que más necesitaba en ese momento de su vida: viajar en avión y conocer el mar.

En el mapa de Colombia uno puede ver el Chocó, siempre pintado de verde porque es selva tupida, justo al lado el Océano Pacífico. —!Perfecto para mí! —Pensó Lula, cuando vio las fotos online en un catálogo de turismo. Se imaginó con su sombrero por la playa, sus delicados pies sobre la arena caminando descalza y por vez primera frente al mar. Luego de ser entrevistada por la oficina de recursos humanos del gobierno y de que le dieran aprobación, no tardó ni un segundo en avisar a LA MAMAPACHA de su renuncia. Así que recogió en una caja los pebeteros, los inciensos, los termos de café, las pilas de expedientes, el ordenador y dijo para siempre adiós al único trabajo que había tenido en la vida.

Empacó cremas para cada parte de la cara, bloqueador, bronceador, compró más sombreros, más sandalias, trajes de baño y vestidos de seda de flores con tiritas, gafas de sol y unos binoculares; porque era julio y le dijeron que podría ver las ballenas jorobadas, que huyendo del gélido invierno del Polo sur y atraídas por las aguas tropicales, llegaban cada año a aparearse en las costas del Pacífico.

Fue atraída por todo esto que Lulita fue a parar a Istmina, un pueblo a cuarenta grados de temperatura, donde se instaló el diluvio universal desde los tiempos del arca de Noé y llueve trecientos setenta días al año. Cierto que quedaba en el puro centro del Chocó y la llevaron en avión, porque era la única forma de llegar allí. Cierto también que en mil años de historia, a nadie nunca se le ha ocurrido hacerle un camino para ir al mar. Lo primero que hizo Lulita cuando se enteró de que no había carretera, fue preguntar cuanto valía un pasaje de avión para ir hasta la costa pacífica, a ver las ballenas jorobadas, se encontró con que el tiquete valía tanto como viajar de Bogotá a Madrid, una suma que no alcanzaría a tener, ni ahorrando todo el salario de cinco años, con el nuevo contrato que tenía.

Se acomodó durante una semana, en la habitación de un hotel muy decente, donde había que pagar para usar el inodoro, ‘a quinientos la meada y mil si es cagada’ —estaba escrito en un letrero en la pared de un baño, cerrado con una cortina de tela—. Un hombre muy grande y moreno, al que llamaban ‘Muñeco’, que sostenía un rollo de papel higiénico en la mano, se sentaba todo el día y toda la noche a esperar la paga.

Lulita se hizo todavía más delgada de lo mucho que sudó, tomó agua y comió maní. Para el domingo ya había encontrado un lugar donde vivir. Una casa veinte minutos a pie del trabajo. La puerta principal estaba dañada y no tenía muro en la parte de atrás. Desde la cocina se veían los patios de los vecinos. La señora que se la arrendó, le dijo que era mejor que el lugar se mantuviera abierto, pues quienes pasaran por el frente pensarían que siempre había alguien allí, nadie iba a pensar que en un pueblo tan peligroso, gente normal saliera de la casa dejando atrás la puerta abierta de par en par. Esta manera paradójica de pensar en la seguridad, garantizaba que los ladrones nunca entraran a la casa.

Esta señora, tan precavida y cuidadosa de sus bienes, le entregó también la lista de inventario de lo que había dentro de la casa: Una estufa a gas de dos puestos, un cuchillo, una caja de fósforos, una olla para recolectar y hervir agua, una cama con un colchón rancio y lleno de insectos, tan invisibles que Lulita no se enteró de su existencia hasta dos semanas después, cuando sus tobillos empezaron a llenarse de sarna noruega; un frasquito de botica, marcado ‘Aceite de Citronella’, de probada eficacia contra la picadura de mosquitos. Un robusto guardarropa de madera de álamo con cajones desajustados carcomido por los gorgojos y un limonero, sembrado desde siglos en el patio, del cual podría servirse para hacer limonada.

En la noche, cuando llegó la luz, organizó sus vestidos de seda en el guardarropas y quiso tomar un baño de espuma, en cambio de bañera encontró una ducha que quizá no se había abierto por años. Al principio salieron insectos por el grifo, luego tierra y una hora después agua turbia, dos horas después agua clara, pero fría, muy fría. —Bendita sea la lluvia porque el día que en Istmina deje de llover ya no habrá agua, ni para beber, ni para cocinar —y lo decían porque no había acueducto, sino tanques en los techos de las casas, donde se recolectaba el agua-lluvia para todas las necesidades humanas. Nunca habían escuchado lo que era la lógica auto-sostenible, pero la utilizaban desde siempre. No había cables eléctricos sino una planta para producir energía, que funcionaba con gasolina y que encendían sólo a veces, cuando el hospital tenía que ver coser a los heridos de los combates. —¿Combates? —Preguntó Lulita. Sí. Combates. Y no precisamente entre mujeres y maridos.

Quería orinar, pero al levantar la tapa de la taza se encontró con un sapo grande y café diciéndole croac. Esa noche tuvo que hacerlo al pie del limonero; en la mañana, por fortuna, el sapo ya no estaba. Quiso cambiar su menú de maní y agua pero recorrió todo el pueblo y se dio cuenta que no había restaurantes de Hare Krishna, ni chinos, ni siquiera budistas; la gente pensaba que Tao era el nombre de algún nuevo vendedor, pastor o político del pueblo y el único restaurante vendía arroz y pollo frito.

Luego de dos semanas, la soledad empezó a incomodarle tanto como la sarna noruega y se cansó de comer pollo frito. No quería invitar a nadie a su casa, pues se avergonzaba de no tener mesa ni tenedores, sólo cucharas y contenedores de plástico con restos de pollo, que se acumulaban en el patio, porque no había caneca para la basura. Un sábado se fue a la tienda del pueblo que era una maravilla, vendían botellas de agua, latas de atún y sardinas, pan tajado, cebolla, tomates y comida para gatos. Compró todo eso y además encontró lo que necesitaba para organizar su nueva vida: Un espejo, jabón, un estropajo, cortaúñas, quitaesmalte, una sábana, cepillo y pasta dentífrica, un rascador para la comezón de la espalda y bolsas de plástico para meter la basura. Cambió un poco sus hábitos: el sombrero por un paraguas, las sandalias por unas botas de caucho. Se olvidó de los moto-taxistas porque cobraban mucho y los que no, tenían fama de asaltantes o violadores.

Pasado un mes, las ronchas se le habían regado por todo el cuerpo y no podía dormir bien. Escuchaba todos los ruidos externos, a veces disparos, la puerta sin cerradura se abría por el viento y se cerraba con un golpe que la hacía levantar de la cama. Pero lo peor, lo más aterrador de todo, era un extraño ruido en el guardarropa. Lulita pensó que se trataba de una rata, pues la oía escarbar en el cajón donde había metido los calzones. Pero el ruido era de un mamífero más grande, porque se lamentaba. Lulita sacó el colchón a la sala desprovista de muebles y allí pasó varias noches, y por una semana no se puso calzones.

Una tarde llegó decidida a develar de una vez por todas de qué se trataba ese ruido que la atormentaba. Armada con una rama del limonero y el palo de la escoba, entró a la habitación y se acercó despacio y con asco al guardarropa, preparada para encontrarse algún ser repugnante, un animal sarnoso y peludo, con garras y colmillos, dispuesto a saltarle a la cara por haberse osado a abrirle su guarida; babeando de rabia, alguna asquerosa rata con alas que volaría alrededor de su cabeza con deseo de prenderse a su arteria yugular, ¿una serpiente?, ¿una araña con cara humana?, ¿una cucaracha gigante? ¿un insecto voraz? ¿una cierta figura Kafkaeska? ¿a lo mejor un Gregorio Samsa?... Con el palo tiró del cajón, que se entreabrió, pero no salió nada. Luego tiró más fuerte para que el cajón se abriera del todo y vio algo que respiraba debajo de la ropa. Separó los calzones. Y allí estaban, peludos, blancos, suaves, ligeros, palpitantes, tres lindos cachorritos de gato, lo más lindo y tierno que Lulita había visto por semanas.

domingo, 24 de junio de 2018

Del duelo a la resistencia creativa


¨La soledad no consiste en no tener personas alrededor, 
sino en no poder comunicar las cosas que a uno le parecen importantes, 
o de callar en ciertos puntos de vista que otros encuentran inadmisibles¨ 
Carl Gustav Jung

Hay en el mundo ciudades de arena, como Perth; un arenero poseído por una nostalgia del mediterráneo que se ve en los jardines donde siembran olivos y cipreses, y en los patios donde explotan granadas repletas de semillas, limones amarillos y naranjas agrias.   Y los habitantes, inmigrantes todos, invasores de grandes extensiones de lo que fue la tierra habitada y jamás poseída por los aborígenes. Todo es de arena en Perth, hasta los corazones y las patas de los saltamontes. Doscientos años de excavación, cambiaron el árido paisaje por una ciudad Lego; de calles, edificios y trenes asépticos, de señores lego-men con trajes amarillos moviendo grúas y retroexcavadoras. 

Desde esta ciudad a donde vine a dar. Desde este territorio que siempre me ha sido tan impropio, tan árido desde todo punto de vista, escribo hoy con el corazón pulverizado; pulverizado porque el único país del cual cargo un pasaporte, un país en las antípodas de este que se llama Colombia, que todo el mundo aquí escribe como Columbia, se va convirtiendo también en un lugar extraño, borroso, desconocido. Imagino que los astronautas cuando ya han salido de la tierra, y la ven como una pelota azul que podrían atrapar con la mano, experimentan un vértigo parecido, que como sabemos, viene acompañado de náuseas y también de vómito. Ese vértigo es al mismo tiempo un despojo y un duelo. 

Y para purgar todas estas emociones, para conjurar el miedo, les propongo una catarsis colectiva, que nos mantenga unidos, que nos reconecte con el del lado. Leamos más, escribamos más, creemos más, salgamos, conectemos. Hablemos los que podemos, sincerémonos los unos frente a los otros. Hagamos que por fin se sienta esta diversidad, este desencuentro, y lo que ayer nos separó que nos una. No demos la espalda, no seamos indiferentes ante las ofensas y no creamos en las adulaciones. ¡Alerrrrtaaaa!  Tú que me lees, no estás solo, yo estoy aquí escribiendo desde una motivación que ha permanecido siempre intacta, y esa luz que llevas en los ojos, esa con la que me estás leyendo, me sigue dando aliento, es el alma que pones cada día en todas las cosas, es pura humanidad.

Yo te invito a que pasemos del duelo a la resistencia creativa. 

 Lo.

Idilio, de José Asunción Silva. LA ORQUESTACIÓN MODERNISTA 04-25-24

 Idilio   - Ella lo idolatró y Él la adoraba...  - ¿Se casaron al fin?  - No. señor. Ella se casó con otro.  - ¿Y murió de sufrir?  - No, se...