martes, 25 de abril de 2023

Prólogo de Borges a Bartleby el escribiente

 El examen escrupuloso de las “simpatías y diferencias” de Moby Dick y de Bartleby exigiría, creo, una atención que la brevedad de estas páginas no permite. Las “diferencias”, desde luego, son evidentes. Ahab, el héroe de la vasta fantasmagoría a la que Melville debe su fama, es un capitán de Nantucket, mutilado por la ballena blanca que ha determinado vengarse; el escenario son todos los mares del mundo. Bartleby es un escribiente de Wall Street, que sirve en el despacho de un abogado y que se niega, con una suerte de humilde terquedad, a ejecutar trabajo alguno. El estilo de Moby Dick abunda en espléndidos ecos de Carlyle y de Shakespeare; el de Bartleby no es menos gris que el protagonista. Sin embargo, sólo median dos años —1851 y 1853— entre la novela y el cuento. Diríase que el escritor, abrumado por los desaforados espacios de la primera, deliberadamente buscó las cuatro paredes de una reducida oficina, perdida en la maraña de la ciudad. Las “simpatías” acaso más secretas, están en la locura de ambos protagonistas y en la increíble circunstancia de que contagian esa locura a cuantos los rodean. La tripulación entera del Pequod se alista con fanático fervor en la insensata aventura del capitán; el abogado de Wall Street y los otros copistas aceptan con extraña pasividad la decisión de Bartleby. La porfía demencial de Ahab y del escribiente no vacila un solo momento hasta llevarlos a la muerte. Pese a la sombra que proyectan, pese a los personajes concretos que los rodean, los dos protagonistas están solos. El tema constante de Melville es la soledad; la soledad fue acaso el acontecimiento central de su azarosa vida.


  Nieto de un general de la Independencia y vástago de una vieja familia de sangre holandesa e inglesa, había nacido en la ciudad de Nueva York en 1819. Doce años después moriría su padre acechado por la locura y por las deudas. Debido a la penosa situación económica de la numerosa familia, Herman tuvo que interrumpir sus estudios. Ensayó sin mayor fortuna la rutina de una oficina y el tedio de los horarios de la docencia y en 1839 se enroló en un velero. Esta travesía fortaleció esa pasión del mar, que le habían legado sus mayores y que marcaría su literatura y su vida. En 1841 se embarcó en la ballenera Acushnet. El viaje duró un año y medio e inspiraría muchos episodios de la aún insospechada novela Moby Dick. Debido a la crueldad del capitán desertó con un compañero en las islas Marquesas, fueron prisioneros de los caníbales un par de meses y lograron huir en un barco mercante australiano, que abandonaron en Papeete. Prosiguió esa rutina de alistarse y de desertar hasta llegar a Boston en 1844. Cada una de esas etapas fue el tema de sucesivos libros. Completó su educación universitaria en Harvard y en Yale. Volvió a su casa y sólo entonces frecuentó los cenáculos literarios. En 1847 se había casado con Miss Elizabeth Shaw, de familia patricia, dos años después viajaron juntos a Inglaterra y a Francia y a su vuelta se establecieron en una aislada granja de Massachusetts que fue su hogar durante algún tiempo. Ahí entabló amistad con Nathaniel Hawthorne a quien dedicó Moby Dick. Sometía a su aprobación los manuscritos de la obra; cierta vez le mandó un capítulo diciéndole: “Ahí va una barba de la ballena como muestra”. Un año después publicó Pierre o las ambigüedades, libro cuya imprudente lectura he intentado y que me desconcertó no menos que a sus contemporáneos. Aún más inextricable y tedioso es Mardi (1849), que transcurre en imaginarias regiones de los mares del Sur y concluye con una persecución infinita. Uno de sus personajes, el filósofo Babbalanja, es el arquetipo de lo que no debe ser un filósofo. Poco antes de su muerte publicó una de sus obras maestras, Billy Budd, cuyo tema patético es el conflicto entre la justicia y la ley y que inspiró una ópera a Britten. Los últimos años de su vida los dedicó a la busca de una clave para el enigma del universo.

   Hubiera querido ser cónsul pero tuvo que resignarse a un cargo subalterno de inspector de aduana de Nueva York, que desempeñó durante muchos años. Este empleo, lo salvó de la miseria, fue obra de los buenos oficios de Hawthorne. Nos consta que Melville, entre otras penas, no fue afortunado en el matrimonio. Era alto y robusto, de piel curtida por el mar y de barba oscura.

  Hawthorne nos habla de la llaneza de sus costumbres. Siempre estaba impecable, aunque su equipaje se limitaba a un bolso ya muy usado, que contenía un pantalón, una camisa colorada y dos cepillos, uno para los dientes y otro para el pelo. El reiterado hábito de la marinería habría arraigado en él esa austeridad. El olvido y el abandono fueron su destino final. En la duodécima edición de la Enciclopedia Británica, Moby Dick figura como una simple novela de aventuras. Hacia 1920 fue descubierto por los críticos y, lo que acaso es más importante, por todos los lectores.

  En la segunda década de este siglo, Franz Kafka inauguró una especie famosa del género fantástico; en esas inolvidables páginas lo increíble está en el proceder de los personajes más que en los hechos. Así, en El proceso el protagonista es juzgado y ejecutado por un tribunal que carece de toda autoridad y cuyo rigor él acepta sin la menor protesta; Melville, más de medio siglo antes, elabora el extraño caso de Bartleby, que no sólo obra de una manera contraria a toda lógica sino que obliga a los demás a ser sus cómplices.

  Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo.



Prólogo de Borges de La Metarmofosis

Kafka nació en el barrio judío de la ciudad de Praga, en 1883. Era enfermizo y hosco: íntimamente no dejó nunca de menospreciarlo su padre y hasta 1922 lo tiranizó. (De ese conflicto y de sus tenaces meditaciones sobre las misteriosas misericordias y las ilimitadas exigencias de la patria potestad, ha declarado él mismo que procede toda su obra.) De su juventud sabemos dos cosas: un amor contrariado y el gusto de las novelas de viajes. Al egresar de la universidad, trabajó algún tiempo en una compañía de seguros. De esa tarea lo libró aciagamente la tuberculosis: con intervalos, Kafka pasó la segunda mitad de su vida en sanatorios del Tírol, de los Cárpatos y de los Erzgebirge. En 1913 publicó su libro inicial, Consideración, en 1915 el famoso relato La metamorfosis, en 1919 los catorce cuentos fantásticos o catorce lacónicas pesadillas que componen Un médico rural


La opresión de la guerra está en esos libros: esa opresión cuya característica atroz es la simulación de felicidad y de valeroso fervor que impone a los hombres... Sitiados y vencidos, los Imperios Centrales capitularon en 1918. Sin embargo, el bloqueo no cesó y una de las víctimas fue Franz Kafka. Este, en 1922, había hecho su hogar en Berlín con una muchacha de la secta de los Hasidim, o Piadosos, Dora Dymant. En el verano de 1924, agravado su mal por las privaciones de la guerra y de la posguerra, murió en un sanatorio cerca de Viena. Desoyendo la prohibición expresa del muerto, su amigo y albacea Max Brod publicó sus múltiples manuscritos. A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo.* 

Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossmann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma; ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. (Rasgo muy personal: ni siquiera en esa figura del cielo acaban de ser felices los hombres y hay leves y diversas demoras.) El héroe de la segunda novela, Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo; otro —Una confusión cotidiana— de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de todos ellos —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta de su imperio infinito.

La crítica deplora que en las tres novelas de Kafka falten muchos capítulos intermedios, pero reconoce que esos capítulos no son imprescindibles. Yo tengo para mí que esa queja indica un desconocimiento esencial del arte de Kafka. El pathos de esas "inconclusas" novelas nace precisamente del número infinito de obstáculos que detienen y vuelven a detener a sus héroes idénticos. Franz Kafka no las terminó, porque lo primordial era que fuesen interminables. ¿Recordáis la primera y la más clara de las paradojas de Zenón? El movimiento es imposible, pues antes de llegar a B deberemos atravesar el punto intermedio C, pero antes de llegar a C, deberemos atravesar el punto intermedio D, pero antes de llegar a D... El griego no enumera todos los puntos; Franz Kafka no tiene por qué enumerar todas las vicisitudes. Bástenos comprender que son infinitas como el Infierno. 

En Alemania y fuera de Alemania se han esbozado interpretaciones teológicas de su obra. No son arbitrarias —sabemos que Kafka era devoto de Pascal y de Kierkegaard—, pero tampoco son muy útiles. El pleno goce de la obra de Kafka —como el de tantas otras puede anteceder a toda interpretación y no depende de ellas. 

La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: "El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga hasta convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta". O si no: "En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cálices; esto acontece repetidamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la ceremonia del templo". La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invención. Hombres, no hay más que uno en su obra: el homo domesticus —tan judío y tan alemán—, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho de afirmar que esta compilación de relatos nos da íntegramente la medida de tan singular escritor.



*Ya inmediata la muerte, Virgilio encomendó a sus amigos la destrucción de su inconclusa Eneida, que no sin misterio cesa con las palabras Fugit indignata sub timbras. Los amigos desobedecieron, lo mismo haría Max Brod. En ambos casos acataron la voluntad secreta del muerto. Si éste hubiera querido destruir su obra, lo habría hecho personalmente; encargó a otros que lo hicieran para desligarse de una responsabilidad, no para que ejecutaran su orden. Kafka, por otra parte, hubiera deseado escribir una obra venturosa y serena, no la uniforme serie de pesadillas que su sinceridad le dictó. 



FKANZ KAFKA: La metamorfosis. Versión castellana con prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Editorial Losada, La Pajarita de Papel, 1938.

viernes, 21 de abril de 2023

Los escritores somos unas veces como Gregorio Samsa y otras como Bartleby

Para quienes tenemos vocación pero no talento para juntar palabras, decidirse a cultivar el oficio del escritor empieza con un proceso de transformación, un proceso de metamorfosis dolorosa como la que le pasó a Gregorio Samsa. Pero no nos asustemos porque pudiera ser mucho peor, cuando llega el bloqueo y uno preferiría no hacerlo. Como el Bartleby de Melville, la catástrofe puede ser un poco peor. Tanto Samsa como Bartleby mueren de inanición, el uno porque lo dejan abandonado en una pieza a su suerte, el otro porque por puro libre albedrío decide no volver a escribir y también sucumbe. 

Uno se despierta un día sin haber escuchado el despertador y se da cuenta de que se le hizo tarde para ir a ese trabajo que odia, un trabajo en el que uno se siente miserable, pero el que le daba el sustento para la familia y con el que uno ya se había casado con resignación. Despierta uno un día y resulta que ya no puede pararse de la cama, ha sido poseído por ya por la extrañeza, por la desolación de no pertenecer al mundo, por la depresión, la angustia o las historias que tiene que contar, que pesan como el exoesqueleto de un insecto.

Uno puede estar en un momento de la vida en que la gente espera mucho de uno, sus jefes, sus padres, sus hermanos; siente dolor y vergüenza de no ser capaz de continuar teniendo la vida que ellos querían que uno viviera, la vida que ellos se imaginaban que uno debería vivir, de acuerdo a las mínimas capacidades que ellos le reconocían y, sobre todo, teniendo en cuenta que la literatura no da para comer. 

El primero que vendrá a averiguar, qué es lo que a uno le ha pasado, es el jefe. Nunca es el mismo, el jefe de Samsa es despiadado y utilitarista, mientras que el Bartleby es compasivo. Cruel o compasivo el jefe siempre intentará la persuasión, primero tratando de demostrar interés en el caso de esa ausencia laboral, luego tratando de convencer a la familia, incluso, una flexibilización, pero con el paso de las horas, o de los días o de las semanas huirán aterrorizados de ver  que uno ya es un caso perdido, y que lo poseyó completamente el monstruoso espíritu creativo tan incompatible con las labores cotidianas de una compañía o de una oficina.

Los padres, expresarán su preocupación con preguntas como ¿y ahora de qué vas a vivir? que en realidad significa ¿y ahora de qué vamos a vivir? ya no nos podrás ayudar más con nuestras deudas y tendremos que renunciar a muchos de los pequeños placeres que salían de tu bolsillo. También se preocuparán de pensar que uno está enfermo, de la mente y el cuerpo, tratarán de que uno retorne a la normalidad, a como era antes, yendo todos los días toda juiciosa a la oficina, al consultorio. Las mamás van a pagar novenarios a todas las vírgenes y los santos, buscarán consejos en todas las amigas. Los padres, acostumbrados a ser un poco más prácticos, consultarán a un psiquiatra, todos tratando de exorcizarle a uno el espanto. 

Con el tiempo, viendo que uno ya se pudo parar de la cama y come, pero que no logra salir de su encierro porque se la pasa todo el día leyendo y escribiendo, empezarán a aceptar la situación y a buscarse ellos la vida, porque uno ya no la pudo buscar por ellos. Entonces tratarán de continuar con sus rutinas pero siempre sin hablar mucho del asunto, tratando de olvidar que en sus casas habita ese ser parásito y que encima a ellos les toca mantenerlo y acogerlo porque quedarían muy mal si lo echaran a uno a la calle, quedarían muy mal con sus amistades. Pero no por uno, sino por el fracaso que representa para la institución familiar el tener un hijo sin un trabajo estable. 

Luego, hay también gente que se compadece mucho y que trata de facilitar las cosas, pero son más bien pocos. Generalmente los jóvenes que tienen más fresquito eso de las transformaciones y de la sensación de no encajar en nada. Entonces son más entendidos y más empáticos con estos procesos. 

Y uno ya empieza a sentirse a gusto, cuando llega de nuevo el padre, como le pasó a Gregorio Samsa a echarle la comida en cara, él le tiraba las manzanas y estos reproches son tan dolorosos que se hunden a uno en la piel y es como otra herida que lo va carcomiendo lentamente, y nadie se preocupa de limpiar esa herida sino que sigue creciendo y con el tiempo, ya cansados todos, empezarán a interesarse poco por cómo uno vive o por lo que sea o vaya a ser de su vida. 

Lo importante es seguir aparentando y viviendo ¨normalmente¨, al fin y al cabo, pronto tanto jefe como padres encontrarán una nueva víctima, una nueva esclava o esclavo y todo seguirá siendo igual, porque lo que triunfa siempre es la obediencia y no la emancipación. 

Por eso esta es la empresa del destriunfo y el fracaso, de las cucarachas y los oficinistas muertos. 

 

lunes, 17 de abril de 2023

Hacer el amor y la literatura en Los Detectives Salvajes de Roberto Bolaño

hacer el amor es algo tan inherente a la literatura

a la lectura o a la escritura, 

los tres son placeres afines.

Fui a la Ciudad de México en la circunstancia menos decorosa

la de turista

y para pagar la culpa por la afrenta ante Cuauhtémoc, 

me metí a la librería Porrúa frente a la ciudad de Tenochtitlán

a comprar Los Detectives Salvajes de Roberto Bolaño, 

500 pesos mexicanos me costó la hazaña, 

todavía guardo el recibito. Hubiera preferido robarlo. 

De regreso en la ciudad de la vida interior 

me he sentado a leer la dichosa obra del autor chileno, 

Belano, se llama a él mismo en su propia obra 

pero el narrador es José García Madero

y cómo tira...

de noche de día y con todas. 

tira como un cabrón adolescente y el libro es una delicia por las detalladas explicaciones del sexo que mantiene, 

con María Font, a quien le gusta Sade, y quiere que le den palmadas en las nalgas y en el coño como en los libros de Sade

Sade y siempre Sade, la mejor literatura. 

Y con Rosario, una mesera que le propuso que viviera con ella. 

Rosario me da tristeza, y le da tristeza a García Madero.

En los primeros días de la lectura (noviembre) se lo chupa sin compasión y sin paga. 

Luego es más rutinaria, pero a él le gusta quedarse a su lado porque es una mujer, práctica y hacendosa, 

ósea, sabe cómo chuparlo. Que es en el fondo lo que todos queremos.

Alguien que nos organice bien la ropa, mantenga limpia la casa, 

cocine y nos deje tiempo para leer poesía y escribir sandeces. 

Siempre había querido vivir en Ciudad de México, 

y gracias a Bolaño ya cumplí mi sueño, 

viviendo tantas noches en medio de prostitutas que soñaban con entrar a la academia de danza, como Lupe, 

o con bailarinas que eran más putas que las de la calle ...., como María Font. 

En el centro de la obra hay tantas mujeres escritoras, pero los protagonistas son ellos. 

recorrí todas las calles de ciudad de méxico y sus terrazas donde viven familias muy pobres y muy felices, porque comen cosas deliciosas. 

Tamales, tostadas, teleras, tortillas, totopos, tortas, tacos, tlacolyos, tlayudas y atoles,

y cada día me convenzo mas de que toda la felicidad esta en la cocina, en la mesa, y en luego pegarse una buena cagada, 

la digestion es importante. 

Lorena Escorcia.



Idilio, de José Asunción Silva. LA ORQUESTACIÓN MODERNISTA 04-25-24

 Idilio   - Ella lo idolatró y Él la adoraba...  - ¿Se casaron al fin?  - No. señor. Ella se casó con otro.  - ¿Y murió de sufrir?  - No, se...