Lulita era flaca y
tenía la piel suave como un durazno maduro, cuando le preguntaban cuál era su
secreto, respondía que el agua y el jabón. La pura verdad era otra; le daba pavor
ducharse con agua fría y se bañaba sólo una vez por semana. Tibiaba agua en el
fogón de la estufa, la mezclaba con sales revitalizantes, aceite de almendras,
esencia de eucalipto, luego se añadía ella de cuerpo entero a un platón de
aluminio lleno de agujeros. Lula no sabía de tinas ni bañeras, sus caminatas
eran desfiles; al sol del medio día le salía al paso con un sombrero de
ala ancha, una rosa de jamaica robada del jardín de la vecina y unas sandalias de cuero donde metía unos
pies inmaculados de uñas rojo sangre toro, con un anillo de plata en el dedo meñique.
Ella era como uno de esos
gatos que no saben por qué vinieron a parar a la tierra ni les importa,
llevan una vida de dioses perezosos e indiferentes, creyendo que las sombras,
los árboles, los sofás, el plato de agua y la comida, han sido puestos ahí por
sus súbditos especialmente para ellos. Bella e ingrata, Lula encontraba
fácilmente la condescendencia entre aquellos que morían por el placer de verla
rezongar y lamerse en los rincones.
Cuando
el aguacero le saboteaba el desfile, llamaba a Elkin, un moto-taxista que nunca
le cobraba la carrera. Se las había arreglado para tener a diario un
trasporte gratis y privado hasta el restaurante de los Hare Krishna, donde
almorzaba hamburguesas de lenteja o garbanzo, no porque fuera vegetariana o
budista, sino porque comer allí era la forma más económica de mantener la
figura. Aunque Lulita adoraba las reflexiones taoístas, nunca había pensado en
seguir religiones y detestaba los animales domésticos.
Lula trabajaba
como consejera sentimental en LA MAMAPACHA ‘Mesa de Apoyo a Mujeres con Mesas de Patas Chuecas y sin
Hombres para Arreglarlas’. Institución privada y de prestigio, que se encargaba
de resolver pormenores de la vida de madres empleadas y solteras; por ejemplo,
arreglar una bisagra o un interruptor, pegar la pata de una silla, reparar una
plancha o una lavadora, colgar una hamaca, mover una nevera o un armario. Las
clientes eran ciertas mujeres, que ya no querían saber nada de hombres, ni
siquiera de sus padres o hermanos, o simplemente carecían de ellos, y estaban
dispuestas a pagar para que alguien se ocupara de estos menesteres que le
quitan tanto tiempo a las ejecutivas. Trabajaban en esta institución otras
mujeres, desempleadas y voluntarias, que al final de la visita dejaban una
tarjetita con el teléfono de una línea de apoyo en momentos de crisis
emocional. Lula enganchaba a estas pobres mujeres en psicoterapias muy caras
que duraban años; resolvía depresiones con moxibustión
y obsesiones con sofrología, trataba fobias con registros akáshicos. A los adolescentes les aplicaba el método Tomatis; el kundalini y la geometría sagrada los
reservaba para la neurosis y la baja autoestima. También leía la mano y el
Tarot. Así pasaba la vida, ayudando personas con el solo interés de construir
un mundo mejor.
Un medio día en
el almuerzo, vio un aviso de prensa pegado en la cartelera de los Hare Krishna.
El gobierno hacía un llamado a consejeros experimentados, solteros y flexibles,
para trabajar con las víctimas de violencia conyugal en la selva del Chocó, a
cambio de un billete de avión para el pacífico colombiano y un contrato de un
año con un sueldo jugoso. Lulita pensó que sería una buena oportunidad para
hacer las dos cosas que siempre había soñado y que más necesitaba en ese
momento de su vida: viajar en avión y conocer el mar.
En el mapa de
Colombia uno puede ver el Chocó, siempre pintado de verde porque es selva
tupida, justo al lado el Océano Pacífico. —!Perfecto para mí! —Pensó Lula,
cuando vio las fotos online en un catálogo de turismo. Se imaginó con su
sombrero por la playa, sus delicados pies sobre la arena caminando descalza y
por vez primera frente al mar. Luego de ser entrevistada por la oficina de
recursos humanos del gobierno y de que le dieran aprobación, no tardó ni un
segundo en avisar a LA MAMAPACHA de su renuncia. Así que recogió en una caja los pebeteros,
los inciensos, los termos de café, las pilas de expedientes, el ordenador y
dijo para siempre adiós al único trabajo que había tenido en la vida.
Empacó cremas
para cada parte de la cara, bloqueador, bronceador, compró más sombreros, más
sandalias, trajes de baño y vestidos de seda de flores con tiritas, gafas de
sol y unos binoculares; porque era julio y le dijeron que podría ver las
ballenas jorobadas, que huyendo del gélido invierno del Polo sur y atraídas por
las aguas tropicales, llegaban cada año a aparearse en las costas del Pacífico.
Fue atraída por
todo esto que Lulita fue a parar a Istmina, un pueblo a cuarenta grados de
temperatura, donde se instaló el diluvio universal desde los tiempos del arca
de Noé y llueve trecientos setenta días al año. Cierto que quedaba en el puro
centro del Chocó y la llevaron en avión, porque era la única forma de llegar
allí. Cierto también que en mil años de historia, a nadie nunca se le ha ocurrido
hacerle un camino para ir al mar. Lo primero que hizo Lulita cuando se enteró
de que no había carretera, fue preguntar cuanto valía un pasaje de avión para
ir hasta la costa pacífica, a ver las ballenas jorobadas, se encontró con que
el tiquete valía tanto como viajar de Bogotá a Madrid, una suma que no
alcanzaría a tener, ni ahorrando todo el salario de cinco años, con el nuevo
contrato que tenía.
Se acomodó
durante una semana, en la habitación de un hotel muy decente, donde había que
pagar para usar el inodoro, ‘a quinientos la meada y mil si es cagada’ —estaba
escrito en un letrero en la pared de un baño, cerrado con una cortina de tela—.
Un hombre muy grande y moreno, al que llamaban ‘Muñeco’, que sostenía un rollo
de papel higiénico en la mano, se sentaba todo el día y toda la noche a esperar
la paga.
Lulita se hizo
todavía más delgada de lo mucho que sudó, tomó agua y comió maní. Para el
domingo ya había encontrado un lugar donde vivir. Una casa veinte minutos a pie
del trabajo. La puerta principal estaba dañada y no tenía muro en la parte de
atrás. Desde la cocina se veían los patios de los vecinos. La señora que se la
arrendó, le dijo que era mejor que el lugar se mantuviera abierto, pues quienes
pasaran por el frente pensarían que siempre había alguien allí, nadie iba a
pensar que en un pueblo tan peligroso, gente normal saliera de la casa dejando
atrás la puerta abierta de par en par. Esta manera paradójica de pensar en la
seguridad, garantizaba que los ladrones nunca entraran a la casa.
Esta señora, tan
precavida y cuidadosa de sus bienes, le entregó también la lista de inventario
de lo que había dentro de la casa: Una estufa a gas de dos puestos, un
cuchillo, una caja de fósforos, una olla para recolectar y hervir agua, una
cama con un colchón rancio y lleno de insectos, tan invisibles que Lulita no se
enteró de su existencia hasta dos semanas después, cuando sus tobillos
empezaron a llenarse de sarna noruega; un frasquito de botica, marcado ‘Aceite de Citronella’, de probada eficacia contra la picadura de mosquitos.
Un robusto guardarropa de madera de álamo con cajones desajustados carcomido
por los gorgojos y un limonero, sembrado desde siglos en el patio, del cual
podría servirse para hacer limonada.
En la noche,
cuando llegó la luz, organizó sus vestidos de seda en el guardarropas y quiso
tomar un baño de espuma, en cambio de bañera encontró una ducha que quizá no se
había abierto por años. Al principio salieron insectos por el grifo, luego
tierra y una hora después agua turbia, dos horas después agua clara, pero fría,
muy fría. —Bendita sea la lluvia porque el día que en Istmina deje de llover ya
no habrá agua, ni para beber, ni para cocinar —y lo decían porque no había
acueducto, sino tanques en los techos de las casas, donde se recolectaba el
agua-lluvia para todas las necesidades humanas. Nunca habían escuchado lo que
era la lógica auto-sostenible, pero la utilizaban desde siempre. No había cables
eléctricos sino una planta para producir energía, que funcionaba con gasolina y
que encendían sólo a veces, cuando el hospital tenía que ver coser a los
heridos de los combates. —¿Combates? —Preguntó Lulita. Sí. Combates. Y no
precisamente entre mujeres y maridos.
Quería orinar,
pero al levantar la tapa de la taza se encontró con un sapo grande y café diciéndole
croac. Esa noche tuvo que hacerlo al pie del limonero; en la mañana, por
fortuna, el sapo ya no estaba. Quiso cambiar su menú de maní y agua pero
recorrió todo el pueblo y se dio cuenta que no había restaurantes de Hare
Krishna, ni chinos, ni siquiera budistas; la gente pensaba que Tao era el
nombre de algún nuevo vendedor, pastor o político del pueblo y el único
restaurante vendía arroz y pollo frito.
Luego de dos
semanas, la soledad empezó a incomodarle tanto como la sarna noruega y se cansó
de comer pollo frito. No quería invitar a nadie a su casa, pues se avergonzaba
de no tener mesa ni tenedores, sólo cucharas y contenedores de plástico con
restos de pollo, que se acumulaban en el patio, porque no había caneca para la
basura. Un sábado se fue a la tienda del pueblo que era una maravilla, vendían
botellas de agua, latas de atún y sardinas, pan tajado, cebolla, tomates y
comida para gatos. Compró todo eso y además encontró lo que necesitaba para
organizar su nueva vida: Un espejo, jabón, un estropajo, cortaúñas,
quitaesmalte, una sábana, cepillo y pasta dentífrica, un rascador para la
comezón de la espalda y bolsas de plástico para meter la basura. Cambió un poco
sus hábitos: el sombrero por un paraguas, las sandalias por unas botas de
caucho. Se olvidó de los moto-taxistas porque cobraban mucho y los que no,
tenían fama de asaltantes o violadores.
Pasado un mes,
las ronchas se le habían regado por todo el cuerpo y no podía dormir bien.
Escuchaba todos los ruidos externos, a veces disparos, la puerta sin cerradura
se abría por el viento y se cerraba con un golpe que la hacía levantar de la
cama. Pero lo peor, lo más aterrador de todo, era un extraño ruido en el
guardarropa. Lulita pensó que se trataba de una rata, pues la oía escarbar en
el cajón donde había metido los calzones. Pero el ruido era de un mamífero más
grande, porque se lamentaba. Lulita sacó el colchón a la sala desprovista de
muebles y allí pasó varias noches, y por una semana no se puso calzones.
Una tarde llegó
decidida a develar de una vez por todas de qué se trataba ese ruido que la
atormentaba. Armada con una rama del limonero y el palo de la escoba, entró a la
habitación y se acercó despacio y con asco al guardarropa, preparada para
encontrarse algún ser repugnante, un animal sarnoso y peludo, con garras y
colmillos, dispuesto a saltarle a la cara por haberse osado a abrirle su
guarida; babeando de rabia, alguna asquerosa rata con alas que volaría
alrededor de su cabeza con deseo de prenderse a su arteria yugular, ¿una
serpiente?, ¿una araña con cara humana?, ¿una cucaracha gigante? ¿un insecto
voraz? ¿una cierta figura Kafkaeska?
¿a lo mejor un Gregorio Samsa?... Con el palo tiró del cajón, que se
entreabrió, pero no salió nada. Luego tiró más fuerte para que el cajón se
abriera del todo y vio algo que respiraba debajo de la ropa. Separó los
calzones. Y allí estaban, peludos, blancos, suaves, ligeros, palpitantes, tres
lindos cachorritos de gato, lo más lindo y tierno que Lulita había visto por
semanas.