Cuando cae la noche el ejido de San Mittre se vacía, se vuelve profundo, semejante a un gran agujero negro. Al fondo, sólo se vislumbra el resplandor agonizante de la hoguera de los gitanos y los ojos de Arianne, que va y viene en el balancín, siguiendo con su mirada a quienes pasan, esperando a que alguno se siente a su lado y le pida que le cuente el futuro.
Gustave no se resiste a esos ojos y no les teme. Al final de la jornada, luego de apilar la madera a lo largo de la muralla de fondo,se lava las manos en la fuente, las seca con un trapo empolvado, se sienta junto a Arianne, en el balancín.
—¿Quiere que le lea la mano, Señor? —pregunta Arianne a Gustave.
—¿Porqué, usted es pitonisa, o algo así?
—No. Señor. Soy solo una gitana, leo las cartas, el tarot. Veo el
pasado y el futuro en la palma de la mano. ¿Está interesado en mi servicio?
—No tanto en su servicio como en sus ojos. —Contesta Gustave y
le extiende la mano, con la palma abierta hacia el cielo. Arianne se levanta del
balancín y hace correr un viento de abril. Él se cae de espaldas y se moja los
pantalones en un charco de lluvia primaveral.
—Disculpe. Me vuelvo torpe cuando estoy nervioso —dice.
Arianne le toma ambas manos por el dorso, se queda varios segundos
en silencio, con la mirada absorta en cada línea.
—En su mano izquierda veo su pasado —dice Arianne—. Usted hacía muebles
para Joséphine, en una vida pasada, claro está. Por eso es imposible que lo
recuerde, como tampoco recordará que luego
se convirtió en huesos; huesos acarreados en volquetas que vieron pasar las
gentes de Plassants, huesos que no fueron arrancados del cementerio sobre el
que hoy estamos parados. Los niños han hurgado en su calavera.
—¿Dice usted que estamos parados sobre un cementerio?
—Si. ¿No lo sabía? Pero eso no importa, de todas maneras es
imposible que lo recuerde. Es imposible recordar cuando uno está enterrado. No en
lo superficial, sino enterrado de verdad, profundamente en las raíces de los
árboles más altos. Concentrémonos mejor en lo que esto significa...
—¿Es que pueden tener algún significado, todas las estupideces que
está diciendo? —Interrumpe Gustave.
—¿Porqué no creer que es así? Significa que su vida siempre le ha
pertenecido al ejido y a él debe volver. Pero sigamos con el presente -lo único
importante, para algunos-. Usted es carpintero y durante años tuvo su taller en
Bougival, luego vino la guerra franco-prusiana, usted
ha combatido. Por partir a la guerra abandonó su negocio y una mujer. Cuando
regresó ella estaba con otro. Lo siento mucho. Aunque quizá no fue ella la que
lo hizo abandonar su vida en Bougival sino otra cosa. ¿Quería hacer una
gran fortuna y no pudo en el primer intento? No sea ingenuo, señor. No sea
ingenuo. Eso es lo que dice su mano izquierda. —Y al terminar esa frase se
quedó viéndolo a los ojos, esperando otra pregunta o un gesto de adrenalina, unas pupilas que se abren o se cierran, un suspiro, o un ligero movimiento de la mano.
—Increíble. Lo del presente es medio cierto. Lo del pasado, usted
dice que no puedo recordarlo—. Gustave se queda pensativo. No recuerda haber
abandonado a ninguna mujer durante la guerra. —Pero continúe por favor, hábleme
del futuro. ¿Esto me costará mucho?
—No, solo diez francos, por el pasado que ya vi en su mano
izquierda, y otros veinte por el futuro que veré en su mano derecha.
—Está bien. —Le pasa la mano derecha.
—En esta mano veo que encontrará el amor y que nunca tendrá la
fortuna a la cual aspira. Usted no será jamás un hombre rico, aunque estoy
frente a un hombre generoso y sé que saldrá de las dificultades… hasta cierto
punto, mire: ¿ve que la línea de la vida se corta, cuando es interceptada
por el amor? El destino le jugará una mala pasada, quizá en relación con su
trabajo. Ya sé. Lo veo claramente. Usted no tiene mano. Su mano derecha ya no
está, desaparece. ¡Ya sé! Perderá su mano derecha en el aserradero. Llegados a
este punto de la lectura, debe saber que siempre existen caminos, maneras de
escapar a la fatalidad del destino. ¿Quiere que le muestre las opciones que
tiene?
—¡Si, por favor! Tenga la gentileza de mostrarme mis opciones.
—Esa gentileza le costará otros veinte francos.
—¡Hágalo! —Y saca todas las monedas del bolsillo. —¡Tome!—. Y le da cincuenta francos completos.
—Usted tiene dos opciones, la primera es irse de aquí, y
conservará su mano pero nunca encontrará el amor. La segunda es quedarse y
encontrará el amor. Pero perderá la mano.
—Ya sabía que había algo en usted que me gustaba, desde que la vi
quería escuchar su voz, y no me arrepiento de haberme acercado, de haber visto
así fuera un solo atardecer de Plassants en su compañía —contesta Gustave,
sudando frío—. Da placer que sus manos suaves contengan las mías, como pájaros
entre pájaros. Que sus ojos puedan leer mi vida. Desde hace tiempo tengo
pensado quedarme en el ejido. Yo a usted, la he visto todas las tardes, sentada
en este balancín, y quería pedirle si fuera posible intercambiar más que
palabras, visiones y monedas, quizá encontrarnos de nuevo…
—No lo sé. —Arianne corre a sentarse en torno a la hoguera.
Desde esa tarde, cada vez que Gustave corta un trozo de madera, se
imagina el momento en el que se amputa la mano con la sierra. Es una imagen
recurrente. Los días pasan y varias cuadrillas de hombres feroces merodean el
ejido. Una mañana Arianne viene al
aserradero. Se para en la puerta su silueta oscura, de aura solar.
—¿Qué quiere? —le preguntó Gustave enojado—. Era tarde y estaba
cansado de trabajar.
—Que me preste atención.
—No quiero que me hable del futuro. Además no tengo ni un franco
en el bolsillo. —El rostro se le enrojeció. Arianne corre, se esconde trás de
la puerta. Gustave no ha terminado de segar un tronco. Se concentra en el
corte. Un grupo de hombres gritando entra al aserradero, tiran con violencia
las tablas apiladas contra el muro, el mismo segundo que Gustave pasa el
corazón del árbol por los dientes de la sierra. Pasa también la piel, el
músculo y el hueso. Mano, sangre, y madera fueron a parar al piso. Los hombres
salieron tan rápido como habían entrado. Un grito de dolor y Arianne buscando
la mano de Gustave.
Con la cicatrización llega el entendimiento. Una tarde Gustave busca a
Arianne, camina hasta el balancín:
—¿Qué quiere? —pregunta Arianne.
—Una mano por una mano. Abandone a su familia de gitanos y venga a
vivir conmigo en el depósito de madera.
Arianne acepta.
Gustave ahora es carretero de arrabal. Trae y lleva enormes vigas,
de diez a quince metros, desde el ejido hasta el pueblo. Arianne se sienta
todas las tardes en el balancín del ejido de San Mittre.
¡Vayan a verla! Pregunten por El Manco y La Pitonisa.
Lorena Escorcia Hernández.
La historia es mi adaptación del ejido de San
Mittre, un lugar descrito por Émile Zola
en La fortune des Rougon.
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