martes, 11 de marzo de 2014

Sheherezada moderna


Mi esposo llega tarde y cansado del trabajo, es mesero en un restaurante de Paris. Anoche abrió la puerta y entró derecho en la cocina, cuando vio todo patas arriba  preguntó:
—¿Y aquí qué pasó? —entonces yo le contesté:
—El pescado que tuve que tirar anoche a la basura, porque no te lo comiste, se la pasó todo el día nadando en la granada que no te terminaste hoy en el desayuno. Hace como media hora, antes de que llegaras, un bagre de color rojo granate saltó fuera de la caneca y vomitó un par de tigres que se subieron por los estantes, revolcaron las ollas, abrieron las conservas, se comieron la carne que había en la nevera, regaron el aceite y la leche encima de la estufa; luego salieron disparados por la ventana. Los vi atravesar el jardín y creo que se metieron al sótano por el portón del garaje, que está abierto desde ayer porque la puerta se dañó.

—¿!Qué!? —preguntó mientras abría unos papeles que traía bajo el brazo, dentro de los cuales había un par de pechugas de pollo. Les puso guarnición de perejil con ajo y mantequilla, las pintó con un huevo revuelto y las envolvió en finas migas de pan, las doró delicadamente en un hilito de aceite de oliva y en quince minutos limpió todo y preparó la cena. Cuando se sentó dijo que no podría seguir viviendo de esa manera,  en medio de ese  desorden, que si él llegaba cansado y preparaba los alimentos, lo justo sería al menos encontrar los platos limpios, y que por favor me ocupara de la casa. Al final se quedó pensando y dijo que le explicara mejor la historia de los tigres.

—He pasado todo el día recortando palabras de una revista de la National Geographic para escribir un cuento surrealista —le dije frente al par de pechugas a la Kiev y dos copas de vino—.

—¿Y qué escribiste? —Me preguntó calmado por la satisfacción de un plato bien hecho y bien servido por él mismo.

Traje mi cuaderno y lo abrí en la página del mosaico de palabras, las hojas chasquearon con olor a pegante, lo hice con cuidado para que no se desprendieran los recortes,  le leí lo siguiente:

Ardipithecus ramidus

Ramidus  vivía en la Tierra de Fuego y encarnaba la pasión imperfecta, había algo de sangre en su sonrisa y tenía la mirada de vidrio fragmentado por el sol. Secuestraba a los lectores de sus páginas con electrizantes historias ilustradas, pero sus proyectos habían empezado a congelarse. Afiló un puntapié  para romper el hielo y dibujó el primer hombre que cruzó la tierra por los caminos del norte: El Ardipithecus. Luego de diez años de intenso trabajo, Ramidus logró terminar un libro de cómics de mil páginas, que contaba el periplo del Ardipithecus desde El lago Victoria hasta la Patagonia. Nunca podrá escribir el final de la historia porque el cómic se salió de las páginas, y asustado de ver hombres gritando en la televisión se lanzó sobre Ramidus que claudicó herido por las garras del escrito.


Antes de que dijera que mi historia era lo más ridículo e incoherente que había escuchado en su vida —ya me estaba mirando como con intensidad— me adelanté a decirle que había utilizado la técnica dadaísta, que conecta ideas y palabras al azar para dejar fluir el inconsciente. Como hacía Dalí quien pintó el cuadro impreso en el calendario pegado a la nevera que se titula: sueño causado por el revuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes del despertar.

—¡Ah! ¿Entonces de ahí salieron los tigres que casi destruyen la cocina?
—Si mi vida, esos tigres se salieron, lo que no entiendo es ¿cómo hicieron para volver al calendario?
—Pues es que quizá no eran esos, los del calendario, sino los tigres que se salieron del pescado que estaba en la granada que no me comí esta mañana al desayuno.
—¡Si, eso es! Tiene que haber sido como tú dices, amor.
—¿Y qué vas a hacer mañana? ¿Seguirás escribiendo y me leerás otra historia a la hora de la cena?
—Si, te prometo que voy a escribir todos los días para tenerte una historia nueva cada noche cuando llegues.
—Esa idea me gusta mucho pero por favor, saca por lo menos cinco minutos al día para limpiar esa cocina y busca alguien que arregle la puerta del garaje.  Aunque si esos tigres están todavía en el sótano, habrá que alimentarlos y esconderlos, no vaya y sea que se coman al empleado de las puertas automáticas.


Lorena Escorcia.


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