Mi esposo llega tarde y cansado del trabajo,
es mesero en un restaurante de Paris. Anoche abrió la puerta y entró derecho en
la cocina, cuando vio todo patas arriba preguntó:
—¿Y aquí qué pasó? —entonces yo le contesté:
—El pescado que tuve que tirar anoche a la
basura, porque no te lo comiste, se la pasó todo el día nadando en la granada
que no te terminaste hoy en el desayuno. Hace como media hora, antes de que
llegaras, un bagre de color rojo granate saltó fuera de la caneca y vomitó un
par de tigres que se subieron por los estantes, revolcaron las ollas, abrieron
las conservas, se comieron la carne que había en la nevera, regaron el aceite y
la leche encima de la estufa; luego salieron disparados por la ventana. Los vi
atravesar el jardín y creo que se metieron al sótano por el portón del garaje,
que está abierto desde ayer porque la puerta se dañó.
—¿!Qué!? —preguntó mientras abría unos
papeles que traía bajo el brazo, dentro de los cuales había un par de pechugas
de pollo. Les puso guarnición de perejil con ajo y mantequilla, las pintó con
un huevo revuelto y las envolvió en finas migas de pan, las doró delicadamente en
un hilito de aceite de oliva y en quince minutos limpió todo y preparó
la cena. Cuando se sentó dijo que no podría seguir viviendo de esa manera, en medio de ese desorden, que si él llegaba cansado y preparaba los alimentos, lo
justo sería al menos encontrar los platos limpios, y que por favor me ocupara
de la casa. Al final se quedó pensando y dijo que le explicara mejor la historia
de los tigres.
—He pasado todo el día recortando palabras de una
revista de la National Geographic
para escribir un cuento surrealista —le dije frente al
par de pechugas a la Kiev y dos copas de
vino—.
—¿Y qué escribiste? —Me preguntó calmado por
la satisfacción de un plato bien hecho y bien servido por él mismo.
Traje mi cuaderno y lo abrí en la página del
mosaico de palabras, las hojas chasquearon con olor a pegante, lo hice con cuidado
para que no se desprendieran los recortes,
le leí lo siguiente:
Ardipithecus
ramidus
Ramidus
vivía en la Tierra de Fuego y encarnaba
la pasión imperfecta, había algo de sangre en su sonrisa y tenía la mirada de
vidrio fragmentado por el sol. Secuestraba a los lectores de sus páginas con electrizantes historias ilustradas, pero sus proyectos habían empezado a congelarse.
Afiló un puntapié para romper el hielo y
dibujó el primer hombre que cruzó la tierra por los caminos del norte: El
Ardipithecus. Luego de diez años de intenso trabajo, Ramidus logró terminar un
libro de cómics de mil páginas, que contaba el periplo del Ardipithecus desde
El lago Victoria hasta la Patagonia. Nunca podrá escribir el final de la
historia porque el cómic se salió de las páginas, y asustado de ver hombres gritando
en la televisión se lanzó sobre Ramidus que claudicó herido por las garras del
escrito.
Antes de que dijera que mi historia era lo
más ridículo e incoherente que había escuchado en su vida —ya me estaba
mirando como con intensidad— me adelanté a decirle que había utilizado la
técnica dadaísta, que conecta ideas y palabras al azar para dejar fluir el
inconsciente. Como hacía Dalí quien pintó el cuadro impreso en el
calendario pegado a la nevera que se titula: sueño causado por el revuelo de una abeja alrededor de una granada un
segundo antes del despertar.
—¡Ah! ¿Entonces de ahí salieron los tigres
que casi destruyen la cocina?
—Si mi vida, esos tigres se salieron, lo que
no entiendo es ¿cómo hicieron para volver al calendario?
—Pues es que quizá no eran esos, los del
calendario, sino los tigres que se salieron del pescado que estaba en la
granada que no me comí esta mañana al desayuno.
—¡Si, eso es! Tiene que haber sido como tú
dices, amor.
—¿Y qué vas a hacer mañana? ¿Seguirás
escribiendo y me leerás otra historia a la hora de la cena?
—Si, te prometo que voy a escribir todos los
días para tenerte una historia nueva cada noche cuando llegues.
—Esa idea me gusta mucho pero por favor, saca
por lo menos cinco minutos al día para limpiar esa cocina y busca alguien que arregle
la puerta del garaje. Aunque si esos
tigres están todavía en el sótano, habrá que alimentarlos y esconderlos, no
vaya y sea que se coman al empleado de las puertas automáticas.
Lorena Escorcia.
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