Sir Arthur Conan Doyle, el creador de
Sherlock Holmes, médico y
escritor, nació en Edimburgo en 1859. En una entrevista,
el doctor Sir Conan Doyle dijo:
‘…yo
tenía un profesor en la escuela de medicina de Edimburgo, el
Dr. Joseph Bell, que veía a los pacientes con ojos de detective. Dificilmente el Dr. Bell dejaba a sus pacientes abrir la boca, pero diagnosticaba, deducía la nacionalidad, ocupación y otras cosas de la vida del enfermo, usando solo su extraordinaria capacidad de observación...’
La semiología médica no fue la única fuente de
inspiración para el Dr Conan Doyle; también lo fueron los viajes: en su
tercer año de medicina se embarcó como cirujano en un ballenero destino al
Círculo Polar Ártico, luego escribiría una historia de aventuras: ‘El capitán
de la Estrella Polar’. Posteriormente trabajaría como médico en un barco de vapor:
‘El Mayumba’ que hacía viajes entre Liverpool y África.
El Dr. Conan Doyle pasó varios años
debatiéndose entre prosperar como médico
y ganar reconocimiento como escritor, hasta que en 1887 publicó
‘Estudio en Escarlata’ donde apareció Sherlock Holmes, el detective más famoso de todos los tiempos y gracias
al cual se popularizó la literatura de misterio.
Quienes hayan leído alguna de los sesenta historias que escribió Sir Conan Doyle sobre las aventuras de Sherlock o hayan
visto cualquiera de las cientos de adaptaciones que se han hecho para el cine o la
televisión, no habrán escapado del carácter extravagante y petulante de Sherlock, capaz de sacar todos sus casos
adelante a pesar de su enorme carga de trabajo. En la época en
que Sir Conan Doyle escribió sus novelas, la cocaína y la heroína eran de uso
legal. El mismo Watson, nos cuenta lo que vio y pensó del comportamiento de Holmes y los
consejos que se atrevió a darle respecto al uso de las drogas:
Sherlock Holmes
cogió la botella del ángulo de la repisa de la chimenea, y su jeringuilla hipodérmica
de su pulcro estuche de tafilete. Insertó con sus dedos largos, blancos y
nerviosos, la delicada aguja, y se remangó la manga izquierda de la camisa. Por
un instante sus ojos se posaron pensativos en el musculoso antebrazo y en la muñeca,
cubiertos ambos de puntitos y marcas de los innumerables pinchazos. Finalmente,
hundió en la carne la punta afilada, presionó hacia abajo el delicado émbolo y
se dejó caer hacia atrás, hundiéndose en el sillón
forrado de terciopelo y exhalando un profundo suspiro de satisfacción.
Durante muchos
meses había presenciado esa operación tres veces al día; pero la costumbre no
había llegado a conseguir que mi alma se adaptara. Por el contrario, cada día
que pasaba me sentía más irritado ante ese espectáculo, y todas las noches
sentía sublevarse mi conciencia al pensar que me había faltado valor para
protestar. Una y otra vez me había yo prometido que le diría todo lo que
pensaba al respecto; pero había algo en las maneras frías y despreocupadas de
mi compañero que lo hacían el último de los hombres con quien uno siente deseos
de tomarse algo parecido a una libertad. Su gran energía, sus maneras
dominadoras y la experiencia que yo había tenido de sus muchas y
extraordinarias cualidades, me restaban confianza y me hacían reacio a llevarle
la contraria.
Sin embargo, ya
fuese efecto del Beaune que yo había tomado en la comida, o la irritación
adicional que me producía el proceder de extrema de liberación con que Holmes
actuó, el hecho es que aquella tarde tuve la súbita sensación de que no podía
contenerme por más tiempo, y le pregunté:
—¿Qué ha sido
hoy: morfina o cocaína?
Levantó sus
ojos con la languidez del viejo libro de caracteres
góticos que había abierto.
—Cocaína
—dijo—. Una solución al siete por ciento. ¿Le gustaría probarla?
—De ninguna
manera —contesté con brusquedad—. Mi constitución física no ha superado aún por completo la campaña del Afganistán. No
puedo permitirme el someterla a ninguna tensión anormal.
Holmes sonrió
ante mi vehemencia.
—Quizá tenga
usted razón, Watson —dijo—. Me imagino que su influencia es físicamente mala. Sin embargo, encuentro que estimula y aclara
la mente de una forma tan trascendental, que sus efectos secundarios me
resultan pasajeros.
—¡Reflexione
usted! —le dije con viveza—. ¡Calcule el coste resultante! Quizá su mente se estimule y se excite, según usted asegura;
pero es mediante un proceso patológico y morboso, que provoca cambios en los
tejidos y que pudiera dejar al cabo de un tiempo una debilidad permanente.
Sabe usted,
además, qué funesta reacción se produce cuando finalizan sus efectos. Le aseguro
que es un coste demasiado caro. ¿Para qué correr el riesgo, por un simple
placer pasajero, de perder esas grandes facultades de que usted se halla
dotado? Tenga presente que no le hablo tan sólo como amigo, sino como médico a
una persona de cuyo estado físico es, hasta cierto grado, responsable.
No pareció
ofenderse. Al contrario, juntó las puntas de ambas manos, apoyó los codos en
los brazos del sillón, como quien siente deseos de conversar, y dijo:
—Mi mente se
subleva ante el estancamiento. Proporcióneme usted problemas, proporcióneme trabajo,
deme los más abstrusos criptogramas o los más intrincados análisis, y entonces
me encontraré en mi ambiente. Podré prescindir de estimulantes artificiales.
Pero odio la aburrida monotonía de la existencia. Deseo fervientemente la
exaltación mental. Ahí tiene por qué he elegido esta profesión a que me dedico,
o, mejor dicho, por qué razón la he creado, puesto que soy el único en el mundo
que la practica.
El signo de los cuatro (fragmento)
Sir Arthur Conan Doyle, 1890
Uno de estos días volveré a hablar de médicos escritores. Quizá de otro médico que se dedicó al arte de narrar: El Dr. Watson. O el mismo Dr Conan Doyle, que embestido y apabullado por el insoportable carácter de Holmes tuvo que matarlo, aunque luego lo revivió a petición del público.
Lorena
Escorcia Hernández.