martes, 10 de marzo de 2015

Óscar Salas, Ángel.



Gracias a la vida
Que me ha dado tanto
Me dio el corazón
Que agita su marco
Cuando miro el fruto 
Del cerebro humano
Cuando miro el bueno 
Tan lejos del malo…
Cuando miro el fondo 
De tus ojos claros.

Violeta Parra

Estamos al final del verano en Australia, no hay nubes y el cielo está sorprendentemente iluminado de estrellas. Con mi esposo y mi hijo fuimos al cinema al aire libre, llevamos almohadas y cobijas. Cuando terminó la película todo quedó oscuro y solo se escuchaba el ruido de los grillos y las chicharras. Miramos al cielo; sobre nuestra cabeza estaba la cruz del sur, una constelación que habita el hemisferio austral.
Mi esposo recordó que hoy era 8 de marzo, día internacional de la mujer. Yo recordé que hace nueve años, un ocho de marzo, yo estaba en una sala de cirugía, asistiendo a la extracción de órganos de un donante. En ese momento fue muy extraño ver cómo se trataba a un cadáver con la misma delicadeza con la que se trata a un ser humano vivo. Así debe ser, para que los órganos a ser donados no sufran daño alguno. Óscar Salas era un donante de órganos, hasta ese nivel de solidaridad, de empatía y de generosidad había alcanzado su vida.
En la sala de cirugía estaba el equipo médico  organizado y sincrónico. Yo estaba 'de testigo'. Sí, 'de testigo'. Me habían llamado para asistir a la familia de Óscar.
Doctora, ¿usted es familiar del donante? Me preguntó el cirujano.
¿Familiar? No, a él lo conocía, somos…éramos -corregí- éramos paisanos.
El lapsus hizo que me diera cuenta de la dificultad que tenía para aceptar esa muerte. Esa en particular.
El procedimiento empezó y luego de una hora de estar ahí, ellos usando sus diestras manos y yo como una invitada de piedra, alguien se atrevió a romper el hielo que hasta ese momento solo había sido atravesado por el cauterizador.
Era un ‘capucho’. Dijo, con esa falta de sensibilidad que yo odio en mí y en mis colegas, y que caracteriza a los médicos, porque durante la carrera aprendimos a disociarnos, quiero decir, a distanciar gravemente la experiencia física de la emocional.
Yo creo que él no tenía capucha. Me apresuré a decir tratando de encontrar condescendencia en mis interlocutores.
¿Ah no? ¿Y entonces por qué lo mataron? Murmuró alguien más. O quizá alguien lo pensó y yo imaginé que lo había dicho.
En ese momento quise decir que estar encapuchado no era motivo para matar a nadie. Pero me contuve, no era mi papel discutir acerca de eso y menos con mis colegas, que hacen una labor tan noble. Pero yo quise dar la versión que a mí me contaron y con la que me quedé desde ese día:
Lo mataron por ‘mirón’. Estaba detrás de un árbol mirando el tropel y fue cuando le dispararon.
“Él estaba ‘de testigo’, así como yo estoy hoy ‘de testigo”, pensé.
¿Quién? ¿Los ESMAD?
Eso es lo que no se sabe, y es por eso que yo estoy aquí; la familia quiere que se lleve un proceso transparente y se esclarezca la causa de la muerte.
Entonces dejé de prestarle atención al cirujano, al procedimiento, a las voces de afuera, y me enclaustré en una suerte de esquizofrenia que tengo, desde mucho antes de entrar a la facultad de medicina, y que me ha servido de mucho en la vida.
Yo no conocía bien a Óscar, tal vez habíamos cruzado un saludo. Lo había visto varias veces con Miguel en la emisora comunitaria del Líbano-Tolima. Hasta ese momento yo no sabía que Óscar era un poeta, un comunicador, un lingüista, una persona con la que hoy tendría muchas cosas en común. Pensé, en lo raro que era verlo allí, como si su cuerpo inerte estuviera tratando de decirme algo. Su cuerpo desnudo y cubierto por las sábanas recién salidas del autoclave, él tendido sobre la mesa de cirugía e iluminado por los reflectores de la sala. Óscar era un teatrero y eso no se lo quitaron ni matándolo, Óscar era un poeta y ni matándolo le pudieron quitar la poesía. Y bajo las luces fluorescentes del teatro cantaba: ‘Oh no, I’ve said too much. I set it up. That’s me in the corner. That’s me in the spotlight. Losing my religion’.
En el 2006 yo trabajaba como médica en varios hospitales de Bogotá y no tenía tiempo para pensar, ni para mirar las estrellas. En ese momento el hecho pasó a formar parte de esa colección de absurdos de la que a veces se trata la vida.
Hoy la Cruz del Sur me ha hecho pensar en el ángel, el mártir, el hijo sacrificado. ¡Qué paradójica es la guerra! Tengo hermanos que han ido al servicio militar, o que son militares y me pregunto ¿Cuántas veces en Colombia no se habrán cruzado balas, hijos de la misma madre o del mismo padre? Pues infinidad. Me han contestado.  La guerra es fraticida, es su naturaleza. ¿Entonces, porqué no acabarla? ¿A quién le interesa seguir matando a sus hermanos? ¿Quién es el último beneficiario del uso de las armas? ¿Cuál es la diferencia entre alguien que se pone una capucha para tirar piedras y papas-bombas y otros usos de las armas de guerra? ¿Porqué se trata el tropel como si fuera un juego de niños?  ¿La beligerancia de los estudiantes solo sirve para darle una justificación al estado para usar más represión y más armas? 'La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se conocen pero no se masacran', dice Paul Valéry.
Ahora lo tengo un poco más claro, Óscar era un hombre capaz de tomar un micrófono y decir lo que pensaba, tenía el valor de enfrentarse desnudo a la vida, con su propia voz y las palabras que salían de su corazón, de su boca. Es difícil pensar que en su naturaleza estuviera ponerse una capucha. Esa es la versión que me contaron, y la que me gusta creer.
Pero lo único que yo tenía que hacer allí era observar. Y cerciorarme de que no se fuera a dañar la evidencia. Me habían hecho una petición extraña, y yo iba a ser testigo de algo importante.
El acto quirúrgico fue impecable y ágil. Óscar, cuerpo prodigioso que se fue desangrando en el camino al hospital, a donde sus amigos lo llevaron cargado desde la entrada de la carrera treinta hasta el otro lado de la universidad.
Luego siguió la autopsia. No me dejaron entrar, esperé pacientemente en la puerta de  medicina legal hasta que uno de los médicos forenses vino a verme:
Doctora, ¿usted es la amiga de la familia de Óscar?
Sí. –Contesté.
Lo que causó la  muerte a Óscar, el proyectil que tenía en la cabeza, no era una bala sino una canica.
¿Una canica? pregunté. Haber pasado la noche en vela me había quitado la lucidez y no estaba preparada para esa respuesta.
Sí, una canica, una bola de cristal; de las mismas con las que juegan los niños contestó.
Que absurdo era, ¡qué cruel! “De las  mismas con las que juegan los niños.” Como si Óscar fuera uno de esos niños víctimas de la guerra y de la violencia, que por azar había estado en un momento desafortunado en el lugar equivocado.
Hoy que es día de la mujer y diez años después, analizando el hecho con distancia y a Colombia con mucha tierra y mares de por medio, puedo reelaborar esto. Con el coraje que me da el hecho de ser madre y la solidaridad que siento con el dolor de la madre de Óscar, que le dio su nombre de Ángel. Óscar tuvo una lección para cada uno de los que nos cruzamos con él tanto en su vida como en su muerte.  Escribo hoy para recordarlo, en el día de la mujer, y de la madre y de las que parimos éste género humano.

Lorena Escorcia Hernández


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