Gracias a la vida
Que me ha dado tanto
Me dio el corazón
Que agita su marco
Cuando miro el fruto
Del cerebro humano
Cuando miro el bueno
Tan lejos del malo…
Cuando miro el fondo
De tus ojos claros.
Violeta Parra
Estamos al final del verano en Australia, no hay nubes
y el cielo está sorprendentemente iluminado de estrellas. Con mi esposo y mi
hijo fuimos al cinema al aire libre, llevamos almohadas y cobijas. Cuando
terminó la película todo quedó oscuro y solo se escuchaba el ruido de los
grillos y las chicharras. Miramos al cielo; sobre nuestra cabeza estaba la cruz
del sur, una constelación que habita el hemisferio austral.
Mi esposo recordó que hoy era 8 de marzo, día
internacional de la mujer. Yo recordé que hace nueve años, un ocho de marzo, yo
estaba en una sala de cirugía, asistiendo a la extracción de órganos de un
donante. En ese momento fue muy extraño ver cómo se trataba a un cadáver con la
misma delicadeza con la que se trata a un ser humano vivo. Así debe ser, para
que los órganos a ser donados no sufran daño alguno. Óscar Salas era un donante
de órganos, hasta ese nivel de solidaridad, de empatía y de generosidad había
alcanzado su vida.
En la sala de cirugía estaba el equipo médico
organizado y sincrónico. Yo estaba 'de testigo'. Sí, 'de testigo'. Me habían
llamado para asistir a la familia de Óscar.
—Doctora, ¿usted es familiar del donante? —Me preguntó el cirujano.
—¿Familiar? No, a él lo conocía, somos…éramos -corregí-
éramos paisanos.
El lapsus
hizo que me diera cuenta de la dificultad que tenía para aceptar esa muerte.
Esa en particular.
El procedimiento empezó y luego de una hora de estar
ahí, ellos usando sus diestras manos y yo como una invitada de piedra, alguien
se atrevió a romper el hielo que hasta ese momento solo había sido atravesado
por el cauterizador.
—Era un ‘capucho’. —Dijo,
con esa falta de sensibilidad que yo odio en mí y en mis colegas, y que
caracteriza a los médicos, porque durante la carrera aprendimos a disociarnos, quiero decir, a distanciar
gravemente la experiencia física de la emocional.
—Yo creo que él no tenía capucha. —Me apresuré a decir tratando de encontrar
condescendencia en mis interlocutores.
—¿Ah no? ¿Y entonces por qué lo mataron? —Murmuró alguien más. O quizá alguien lo pensó y yo
imaginé que lo había dicho.
En ese momento quise decir que estar encapuchado no
era motivo para matar a nadie. Pero me contuve, no era mi papel discutir acerca
de eso y menos con mis colegas, que hacen una labor tan noble. Pero yo quise
dar la versión que a mí me contaron y con la que me quedé desde ese día:
—Lo mataron por ‘mirón’. Estaba detrás de un árbol
mirando el tropel y fue cuando le dispararon.
“Él estaba ‘de testigo’, así como yo estoy hoy ‘de
testigo”, pensé.
—¿Quién? ¿Los ESMAD?
—Eso es lo que no se sabe, y es por eso que yo estoy
aquí; la familia quiere que se lleve un proceso transparente y se esclarezca la
causa de la muerte.
Entonces dejé de prestarle atención al cirujano, al
procedimiento, a las voces de afuera, y me enclaustré en una suerte de
esquizofrenia que tengo, desde mucho antes de entrar a la facultad de medicina,
y que me ha servido de mucho en la vida.
Yo no conocía bien a Óscar, tal vez habíamos cruzado un
saludo. Lo había visto varias veces con Miguel en la emisora comunitaria del
Líbano-Tolima. Hasta ese momento yo no sabía que Óscar era un poeta, un
comunicador, un lingüista, una persona con la que hoy tendría muchas cosas en
común. Pensé, en lo raro que era verlo allí, como si su cuerpo inerte estuviera
tratando de decirme algo. Su cuerpo desnudo y cubierto por las sábanas recién
salidas del autoclave, él tendido sobre la mesa de cirugía e iluminado por los reflectores
de la sala. Óscar era un teatrero y eso no se lo quitaron ni matándolo, Óscar era
un poeta y ni matándolo le pudieron quitar la poesía. Y bajo las luces
fluorescentes del teatro cantaba: ‘Oh no,
I’ve said too much. I set it up. That’s me in the corner. That’s me in the
spotlight. Losing my religion’.
En el 2006 yo trabajaba como médica en varios
hospitales de Bogotá y no tenía tiempo para pensar, ni para mirar las estrellas.
En ese momento el hecho pasó a formar parte de esa colección de absurdos de la
que a veces se trata la vida.
Hoy la Cruz del Sur me ha hecho pensar en el ángel, el
mártir, el hijo sacrificado. ¡Qué paradójica es la guerra! Tengo hermanos que
han ido al servicio militar, o que son militares y me pregunto ¿Cuántas veces
en Colombia no se habrán cruzado balas, hijos de la misma madre o del mismo
padre? Pues infinidad. Me han contestado. La guerra es fraticida, es su
naturaleza. ¿Entonces, porqué no acabarla? ¿A quién le interesa seguir matando
a sus hermanos? ¿Quién es el último beneficiario del uso de las armas? ¿Cuál es
la diferencia entre alguien que se pone una capucha para tirar piedras y
papas-bombas y otros usos de las armas de guerra? ¿Porqué se trata el tropel como si fuera un juego de
niños? ¿La beligerancia de los estudiantes solo sirve para darle una
justificación al estado para usar más represión y más armas? 'La guerra es una
masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se
conocen pero no se masacran', dice Paul Valéry.
Ahora lo tengo un poco más claro, Óscar era un hombre
capaz de tomar un micrófono y decir lo que pensaba, tenía el valor de
enfrentarse desnudo a la vida, con su propia voz y las palabras que salían de
su corazón, de su boca. Es difícil pensar que en su naturaleza estuviera
ponerse una capucha. Esa es la versión que me contaron, y la que me gusta creer.
Pero lo único que yo tenía que hacer allí era
observar. Y cerciorarme de que no se fuera a dañar la evidencia. Me habían
hecho una petición extraña, y yo iba a ser testigo de algo importante.
El acto quirúrgico fue impecable y ágil. Óscar, cuerpo
prodigioso que se fue desangrando en el camino al hospital, a donde sus amigos
lo llevaron cargado desde la entrada de la carrera treinta hasta el otro lado
de la universidad.
Luego siguió la autopsia. No me dejaron entrar, esperé
pacientemente en la puerta de medicina legal hasta que uno de los médicos
forenses vino a verme:
—Doctora, ¿usted es la amiga de la familia de Óscar?
—Sí. –Contesté.
—Lo que causó la muerte a Óscar, el proyectil que
tenía en la cabeza, no era una bala sino una canica.
—¿Una canica? —pregunté.
Haber pasado la noche en vela me había quitado la lucidez y no estaba preparada
para esa respuesta.
—Sí, una canica, una bola de cristal; de las mismas con
las que juegan los niños —contestó.
Que absurdo era, ¡qué cruel! “De las mismas con
las que juegan los niños.” Como si Óscar fuera uno de esos niños víctimas de la
guerra y de la violencia, que por azar había estado en un momento desafortunado
en el lugar equivocado.
Hoy que es día de la mujer y diez años después,
analizando el hecho con distancia y a Colombia con mucha tierra y mares de por
medio, puedo reelaborar esto. Con el coraje que me da el hecho de ser madre y
la solidaridad que siento con el dolor de la madre de Óscar, que le dio su
nombre de Ángel. Óscar tuvo una lección para cada uno de los que nos cruzamos
con él tanto en su vida como en su muerte. Escribo hoy para recordarlo,
en el día de la mujer, y de la madre y de las que parimos éste género humano.
Lorena Escorcia Hernández
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