Hay cosas y
personas que solo están a la vista de los niños, cosas a la altura de los
niños, Joselín es una de ellas. En los
ochentas solía poner encima del trípode una cámara muy grande y pesada, metía
la cabeza dentro de una manta negra, disparaba un botón, y a los pocos segundos
sacaba un papel cuadrado y brillante, de bordes y proporciones perfectas, que
nunca mentía sobre una realidad o los colores de un segundo irrepetible; Joselín
hacía fotos instantáneas. En los tiempos
en que la gente cargaba más cigarrillos de tabaco que cámaras en los bolsillos,
era el fotógrafo más cotizado del pueblo.
Lleva cuarenta
años apuntando siempre a la misma perspectiva: las torres blancas de la
iglesia. Nunca ha cambiado el ángulo, ni los tres metros cuadrados de sus sitio
de trabajo, tampoco el banquito en el cual tiene que pararse para tomar las
fotos, ni su mirada de topo; Joselín apenas le gana en altura a su caballo de
madera de un metro de altura, forrado en pelo de caballo verdadero. Si no fuera
por su caballo y por su estatura, ningún niño lo vería y Joselín hubiera
desaparecido ante los ojos acostumbrados de la gente, que lo ve cada día en el
mismo sitio haciendo el mismo menester.
Es domingo por
la tarde y mi hijo me lleva de la mano. Nos paramos en el centro de la plaza,
yo estoy concentrada en los sombreros y en una tela de cuadros, doblada sobre
el hombro, que siempre llevan los señores. Miro las torres de la iglesia,
pienso en lo altas que son y me persigno. De pronto su manito me da un tirón,
me lleva y me señala:
—Mira mamá, un
caballito de madera.
—Buenas tardes señora, me
dice Joselín.
—Buenas tardes Joselín.
Todo el mundo
lo conoce por el nombre y yo no soy la excepción. Cada persona del pueblo tiene
guardada una foto que Joselín le ha tomado, en un álbum que empieza a oler a
olvido en un rincón mohoso de la casa.
—Mamá, yo quiero subirme al
caballo.
Entonces abro
el bolso y meto la mano, toco mi cámara,
me dan ganas de decirle a mi hijo que yo misma puedo tomarle la foto, que no
será en el caballo pero que va a quedar incluso más bonita. Me arrepiento y le
pido a Joselín hacer la foto de mi hijo en el caballo.
va﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ amiguitas de los minutos, ahorita
vuelvo.
un rincamos con
pompas de jabperaballona tela doblada sobre los hombroso p
—Si señora, la foto le
quedará muy bien, no se preocupe, ahora tengo una cámara digital que
automáticamente corrige los ojos rojos, el lunar en la cara, la luz, el foco y
el encuadre, y si por alguna razón queda mal el peinado, el zapato, el cuello de
la camisa, o el niño no se ríe, puedo hacerle otra foto sin ningún costo
adicional.
—¿Cuánto vale la foto?
—La fotico le vale cinco mil
pesitos señora, pero tiene que esperar quince minuticos mientras voy a
imprimirla por allí abajito.
—Bueno, la vamos a tomar.
Subimos a Seb
sobre el caballo, que emocionado empieza a saltar con sonrisas:
—¡Arre caballito! ¡Arre!
Joselín se para
sobre su banquito, detrás del trípode, pero esta vez no mete la cabeza bajo
ninguna manta negra. Está mirando una pantalla y esperando a que un pequeño
cuadrado fluorescente le señale el momento, en que ha logrado detener el
temblor de sus manos, para dispararle un flash a la luz producida por los
dientes. Una vez elegida la foto, entre cinco tomas, Joselín toma el dinero.
—Voy a dejar el caballito aquí donde mis
amiguitas de los minutos, ahorita vuelvo.
Y se va.
Mientras
esperamos damos vueltas en el parque, comemos un helado, jugamos con pompas de
jabón. Pero Joselín no regresó esa tarde, quizá nos cruzamos o quizá estaba ya
entrada la noche. El caballo sigue ahí, al lado de la caseta de ‘minutos a
celular’, y yo todavía estoy esperando por esa foto que será testigo del paso
de las generaciones.