miércoles, 3 de mayo de 2023

JOSELIN

 

Hay cosas y personas que solo están a la vista de los niños, cosas a la altura de los niños, Joselín es una de ellas.  En los ochentas solía poner encima del trípode una cámara muy grande y pesada, metía la cabeza dentro de una manta negra, disparaba un botón, y a los pocos segundos sacaba un papel cuadrado y brillante, de bordes y proporciones perfectas, que nunca mentía sobre una realidad o los colores de un segundo irrepetible; Joselín hacía fotos instantáneas.  En los tiempos en que la gente cargaba más cigarrillos de tabaco que cámaras en los bolsillos, era el fotógrafo más cotizado del pueblo.

 

Lleva cuarenta años apuntando siempre a la misma perspectiva: las torres blancas de la iglesia. Nunca ha cambiado el ángulo, ni los tres metros cuadrados de sus sitio de trabajo, tampoco el banquito en el cual tiene que pararse para tomar las fotos, ni su mirada de topo; Joselín apenas le gana en altura a su caballo de madera de un metro de altura, forrado en pelo de caballo verdadero. Si no fuera por su caballo y por su estatura, ningún niño lo vería y Joselín hubiera desaparecido ante los ojos acostumbrados de la gente, que lo ve cada día en el mismo sitio haciendo el mismo menester.

 

Es domingo por la tarde y mi hijo me lleva de la mano. Nos paramos en el centro de la plaza, yo estoy concentrada en los sombreros y en una tela de cuadros, doblada sobre el hombro, que siempre llevan los señores. Miro las torres de la iglesia, pienso en lo altas que son y me persigno. De pronto su manito me da un tirón, me lleva y me señala:

 

Mira mamá, un caballito de madera.

Buenas tardes señora, me dice Joselín.

Buenas tardes Joselín.

 

Todo el mundo lo conoce por el nombre y yo no soy la excepción. Cada persona del pueblo tiene guardada una foto que Joselín le ha tomado, en un álbum que empieza a oler a olvido en un rincón mohoso de la casa.

 

Mamá, yo quiero subirme al caballo.

 

Entonces abro el bolso y meto la mano, toco  mi cámara, me dan ganas de decirle a mi hijo que yo misma puedo tomarle la foto, que no será en el caballo pero que va a quedar incluso más bonita. Me arrepiento y le pido a Joselín hacer la foto de mi hijo en el caballo.

 va﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ amiguitas de los minutos, ahorita vuelvo.

un rincamos con pompas de jabperaballona tela doblada sobre los hombroso p

 

 

 

 

 

 

Si señora, la foto le quedará muy bien, no se preocupe, ahora tengo una cámara digital que automáticamente corrige los ojos rojos, el lunar en la cara, la luz, el foco y el encuadre, y si por alguna razón queda mal el peinado, el zapato, el cuello de la camisa, o el niño no se ríe, puedo hacerle otra foto sin ningún costo adicional.

 

¿Cuánto vale la foto?

 

—La fotico le vale cinco mil pesitos señora, pero tiene que esperar quince minuticos mientras voy a imprimirla por allí abajito.

 

Bueno, la vamos a tomar.

 

Subimos a Seb sobre el caballo, que emocionado empieza a saltar con sonrisas:

 

¡Arre caballito! ¡Arre!

 

Joselín se para sobre su banquito, detrás del trípode, pero esta vez no mete la cabeza bajo ninguna manta negra. Está mirando una pantalla y esperando a que un pequeño cuadrado fluorescente le señale el momento, en que ha logrado detener el temblor de sus manos, para dispararle un flash a la luz producida por los dientes. Una vez elegida la foto, entre cinco tomas, Joselín toma el dinero.

 

—Voy a dejar el caballito aquí donde mis amiguitas de los minutos, ahorita vuelvo.

 

Y se va.

 

Mientras esperamos damos vueltas en el parque, comemos un helado, jugamos con pompas de jabón. Pero Joselín no regresó esa tarde, quizá nos cruzamos o quizá estaba ya entrada la noche. El caballo sigue ahí, al lado de la caseta de ‘minutos a celular’, y yo todavía estoy esperando por esa foto que será testigo del paso de las generaciones.  

 

 

 

 

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